3. El museo para servir o para formar, ¿para dar forma?

En un pequeño volumen titulado Radical Museology, Or, What’s «Contemporary» in Museums of Contemporary Art? (Museología radical. ¿Qué es «contemporáneo» en los museos de arte contemporáneo?, 2013), Claire Bishop presentaría el Museo Reina Sofía como ejemplo de museografía, como archivo de los comunes y de educación radical.

«El museo ha adoptado una representación autocrítica del pasado colonialista del país, posicionando la propia historia de España dentro de un contexto internacional más amplio […] Si bien todas estas galerías presentan arte convencionalmente considerado como moderno más que contemporáneo en términos de periodización, yo argumentaría que el sistema total de exhibición es dialécticamente contemporáneo […] el museo presenta constelaciones de obras en las que los medios artísticos ya no son la prioridad, que están impulsadas por un compromiso con las tradiciones emancipatorias y que reconocen otras modernidades (particularmente en América Latina). Mientras tanto, las exposiciones temporales se utilizan como sitios de prueba para repensar la misión general y la política de colección del museo. En 2009, por ejemplo, el museo inició “Principio Potosí”, comisariado por Alice Creischer, Andreas Siekmann y Max Jorge Hinderer. La exposición argumentó que el lugar de nacimiento del capitalismo contemporáneo podría no ser la Revolución Industrial del norte de Inglaterra o la Francia napoleónica, sino las minas de plata de la Bolivia colonial».

Claire Bishop, op. cit.

Para Bishop, Borja-Villel habría desarrollado un método para repensar el museo contemporáneo, utilizando diagramas triangulares para expresar las relaciones dinámicas que sustentan tres modelos diferentes: el moderno, el posmoderno y el contemporáneo. Estos diagramas pondrían en movimiento la narrativa o la motivación, la estructura de intermediación y el objetivo del museo. Si el MoMA representó el tiempo histórico lineal moderno del cubo blanco, y el Tate Modern y el Centre Pompidou, el aparato de la multiculturalidad y el marketing de la mediación de audiencias cuantificables, entonces el Reina Sofía sería, para esta autora, la complejidad de los otros museos desde lo contemporáneo, introduciendo el llamado discurso «decolonial» y el procomún que busca modelos de propiedad colectiva.

«El punto de partida de este museo es, por tanto, las múltiples modernidades: una historia del arte que ya no se concibe en términos de original vanguardistas y derivados periféricos, ya que prioriza siempre el centro europeo e ignora hasta qué punto obras aparentemente “tardías” encierran otros valores en su propio contexto. El aparato, a su vez, se vuelve a concebir como un archivo de lo común, una colección al alcance de todos porque la cultura no es una cuestión de propiedad nacional, sino un recurso universal. Mientras tanto, el destino final del museo ya no son las múltiples audiencias de la demografía del mercado, sino la educación radical: en lugar de ser percibida como un tesoro atesorado, la obra de arte se movilizaría como un “objeto relacional” (para usar la frase de Lygia Clark) con el objetivo de liberar a su usuario psicológica, física, social y políticamente. El modelo aquí es el del “maestro ignorante” de Jacques Rancière, basado en una presunción de igualdad de inteligencia entre el espectador y la institución».

Ibíd.

Bishop situaría la dinámica del museo dentro de los debates que tanto ocuparon el comienzo de la década de 2010 en torno a la idea de «lo contemporáneo» como categoría discursiva. En la década de 1990, el término funcionaría como sinónimo del periodo de posguerra –el arte posterior a 1945, entonces entendido como alto modernismo– y, en última instancia, vinculado a la aparición de los mercados globales. Mientras que Peter Osborne definiría lo contemporáneo como una ficción planetaria en la que no hay una posición compartida (aunque opera como si la hubiera, como si pudiera vivirse como una unidad de múltiples temporalidades), Boris Groys la consideraría una especie de exceso de tiempo no histórico. Para Giorgio Agamben, sin embargo, lo contemporáneo se enfrentaría a su relación con un tiempo definido por la disyunción y el anacronismo. Una especie de convivencia simultánea e incompatible de diferentes modernidades y desigualdades sociales en curso, como diría Terry Smith, que persiste a pesar de la expansión global de los sistemas de telecomunicaciones y la supuesta universalidad de la lógica del mercado. En última instancia, presenta, en palabras de Julia Bryan-Wilson, un espacio de incertidumbre radical. «Usted no está aquí. Puede decirse que ha abandonado su contemporaneidad: se encuentra en un espacio histórico que reivindicamos como simultáneo y abierto en vez de lineal», nos dijeron Creischer, Siekmann e Hinderer Cruz al público visitante, tras comprobar que el control de seguridad del museo no era una amenaza, sino la entrada al espacio de ficción planetaria que expone Osborne. Cusicanqui, por el contrario, preferiría trasladar la historia (y lo contemporáneo) al extremo opuesto, otro principio, al periodo de desarrollo de las civilizaciones andinas (debido al predominio de la cultura wari), cuya cronología incierta se sitúa entre los años 500 y 1200 a. C. Según la socióloga, «primero deberíamos situar los cuadros coloniales seleccionados para la muestra en una suerte de mapa a macroescala, que trazara las rutas ordenadoras de ese espacio desde el horizonte medio hasta el descubrimiento», para enfrentar esta «nueva centralización moderna –la del museo– [que] funciona como poderosa fuerza desterritorializadora de sus significados».

Durante este periodo, muchas instituciones occidentales comenzarían a recuperar la noción modernidad reconociendo las dificultades del museo para lidiar con las grandes narrativas de la historia y sus violencias. Si no se podía superar la modernidad, exposiciones como Defining Modernity (Getty Centre, 2007), In the Desert of Modernity (HKW, Berlín, 2008), Altermodern (Tate Triennial, Londres, 2009), Modernologies. Artistas contemporáneos que investigan la modernidad y el modernismo (MACBA, Barcelona, ​​2009), Afro Modern: Journeys Through The Black Atlantic (Tate Liverpool, 2010) o Multiple Modernities 1905-1975 (Centre Pompidou, París, 2013) examinarían y reevaluarían el término a través de la lente de la teoría poscolonial, la etnología y la planificación urbana. Para ganar impulso hacia el futuro, los museos devolverían el término al ámbito curatorial para abordar sus paradojas representativas como entidades nacionales e ideológicas, y ofrecer nuevas posibilidades de lectura en torno al gran proyecto utópico vinculado al bienestar, la igualdad y el progreso, sin olvidar los procesos de opresión y control colonial de los que el museo sería arte y parte. Como vimos, la fragmentación de las grandes narrativas históricas de finales del siglo XX no conduciría al llamado «fin de la historia» tras la caída del comunismo y el surgimiento de los mercados mundiales, sino a un nuevo interés por representar el pasado, junto con la crítica de las narrativas nacionales y las instituciones que dieron forma a sus ideologías.

En la década de los sesenta del siglo pasado, la crítica institucional, que tradicionalmente operaba fuera del museo occidental, se institucionalizaría desde dentro en algunos proyectos museológicos como el Reina Sofía o el Van Abbemuseum, y se convertiría en un método de crítica espacial y política, así como en un mecanismo de control discursivo. Estos esfuerzos administrativos, educativos y curatoriales para redefinir el museo como un espacio de importancia estratégica, alejado de las fuerzas hegemónicas, darían lugar a un «nuevo institucionalismo». Sin embargo, se zanjaría el debate de que las instituciones son estructuras de apoyo social, porque regulan tanto la memoria como el olvido y, por tanto, son escenarios de una suerte de imaginación civil. Richard Sennett nos recordaría que, en los contextos globales, introducir más flexibilidad en las estructuras institucionales podría ser una amenaza para una población que ya camina sobre arenas movedizas. La pérdida de relaciones estables y la desregulación y financiarización de las comunidades requeriría, para Paolo Virno, el fortalecimiento de las instituciones, sin olvidar que también operan como centros generadores de exclusiones. Estos temas dialogan con aspectos de la teoría política, como el uso del concepto hegemonía –fundamental tanto en Principio Potosí como en el Reina Sofía–, y sirven para reflexionar sobre las posibilidades de acción y agencia crítica dentro de las instituciones que responden al paradigma neoliberal.

Chantal Mouffe, la teórica posmarxista a quien Borja-Villel invitaría al MACBA en los años noventa, insistiría en la posibilidad y conveniencia de una apropiación crítica de estructuras hegemónicas ya existentes. Esta fue una tesis que adoptó Borja-Villel, y que también fue compartida por Podemos, el partido político que surgió después del movimiento de los indignados, el 15M, ahora en un gobierno de coalición. Junto con su cofundador, uno de sus principales estrategas políticos, Íñigo Errejón, Mouffe escribiría Construir pueblo (2015).

Mouffe también contribuiría al libro Discursos plebeyos (2019), la reciente publicación del artista participante en Principio Potosí convertido en político del ala catalana del partido, Marcelo Expósito, sobre la toma de la palabra y las instituciones. Su propuesta realizada ex profeso para la exposición presentaría el quinto capítulo de su serie Entre sueños. Ensayos sobre la nueva imaginación política, una proyección en formato bicanal titulada 143.353 (los ojos no quieren estar siempre cerrados), que responde al cuadro Santiago batallando con los moros (1690) del sevillano Lucas Valdés. En esta, la figura de Santiago Matamoros, expuesta en el Museo Reina Sofía encima del doble vídeo de Expósito, presenta cómo el nacionalcatolicismo expulsó (y exterminó) a las culturas musulmanas de un modo que recuerda a los modos de colonizar otras partes del mundo. Mediante la excavación y la exhumación de cuerpos e imágenes de los fusilados de la Guerra Civil española, el artista reflexiona sobre las dificultades que afronta la recuperación de la memoria histórica y sobre la desobediencia civil como herramienta desde la que interpelar a una sociedad proclive a olvidar a sus muertos.

Como escribe Jaime Vindel:

«En el marco de una crisis económica de proporciones desconocidas desde que se instauró la transición democrática, Expósito escarba en el proceso de definición identitaria de esa entidad plurinacional llamada España, la cual, como nos recuerda el artista (y activista), ha sido tradicional y sucesivo “bastión europeo de la Contrarreforma, del espíritu anti-ilustrado y del fascismo”».

Figura 6. Marcelo Expósito (2010). Vista de la instalación y fotogramas de 143.353 (los ojos no quieren estar siempre cerrados), Principio Potosí. MNCARS.

Así, términos como radical o progresista se han utilizado para apuntar hacia un futuro institucional cuya programación incorporaría la experimentación y el compromiso político en sus propuestas discursivas. Términos que, sin embargo, conllevan la paradoja que ya habían anticipado Sennett y Virno, y que tan de cerca afecta a los sistemas artísticos a los que apela Principio Potosí. Los llamados museos radicales o progresistas, los «museos de los comunes», dirigidos principalmente por hombres blancos que, a pesar de sus buenas intenciones, tienen dificultades para escapar de la fuerza aplastante y legitimadora de las carreras individuales y del impulso de la economía del evento. En última instancia, no logran cambiar las reglas del juego, a menudo reducidas a retórica –el fundamento de la sociedad, si nos hacemos eco de Ernesto Laclau–, para convertirse en ese «espacio radicalmente democrático para la discusión libre sobre cómo las cosas podrían ser de otra manera», de ese «lugar de democracia y eterno antagonismo» entre arte y sociedad, en el que cabe preguntarse, si la producción artística de hoy es el patrimonio de mañana, ¿no debería el museo tener entre sus objetivos la redistribución de la riqueza?

En un taller sobre la transferencia de los estudios críticos a la programación pública realizado en la Universidad de Goldsmiths, Yaiza Hernández, responsable de los programas públicos del MACBA hace una década, hablaría precisamente sobre cómo las premisas democráticas y críticas, que alguna vez fueron la base de un debate en torno a la producción artística, ahora se están desmoronando. Están atrapadas en las paradojas de las instituciones posdemocráticas, es decir, aquellas cuya toma de decisiones es progresivamente limitada y cooptada. En su opinión, «el tipo de afirmaciones críticas que muchas de estas instituciones han hecho en repetidas ocasiones, en la práctica, han sido sistemáticamente traicionadas». Hernández criticaría las declaraciones de Bishop, en las que contrastaría sus ideas de «educación radical» con una imagen de Borja-Villel lanzando «el primer grado de Bellas Artes online del mundo» y mediante la cual los estudiantes, también nosotras, profesoras e investigadoras, ingresamos en los sistemas del arte a través de estos espacios de legitimación, debido a la dificultad de implementar alternativas que escapen a la lógica de la competitividad y el consumo. Hernández hablaría de los usos y abusos de la teoría, no para anularla, ya que su nivel de abstracción es el que nos permite imaginar las cosas como no son –e imaginar las cosas de otra manera es fundamental en los tiempos que corren–, pero sí para reforzar la idea de que la teoría sigue el problema y no, como a veces parece postularse, la teoría como solución.

El nuevo institucionalismo, anclado en la crítica institucional y en el deseo de autonomía tradicionalmente ligado a la figura del curador, y cuya genealogía corre en paralelo desde la década de 1970, es para la investigadora parte de la paradoja en la que las llamadas «instituciones progresistas» están inmersas en sus batallas autorales por el discurso. Los programas públicos que aparecen precisamente para revertir las lógicas narrativas y promover la idea de esfera pública, en una especie de equilibrio de subjetividades, son los que infunden la producción de conocimientos que finalmente forman experiencias institucionales. En definitiva, Hernández lamentaría que esos temas, debatidos como parte de las actividades del museo, no llegaran a afectar a la maquinaria institucional; que no resultaran en ejercicios autocríticos en los que las políticas culturales contra la precariedad provocaran un efecto en el museo y sus organigramas. Lo que hace que sus compañeros activistas se conviertan en legitimadores de una forma contraria a sus principios. Tampoco sucedería desde el punto de vista de la comunicación –guías, folletos, visitas–, todavía anclados en la tradicional historia del arte.

Entonces, ¿el museo para servir o para formar?, ¿para dar forma? ¿Dónde quedan los cuidados? En «Notas para un museo por venir», el actual responsable de programas públicos del MACBA, Pablo Martínez, reclamaría lo que muchas llevamos exponiendo tiempo atrás desde las plataformas donde operamos: la posibilidad de repensar los fundamentos éticos y políticos de las estructuras y la economía de los museos, cuya dinámica se basa en la movilidad permanente, la economía de la visibilidad y la lógica del crecimiento continuo. En definitiva, los procesos de legitimación y complicidad a los que apela Principio Potosí en su crítica a los sistemas artísticos. En lugar de debatir qué medidas de distanciamiento social se implementarán al reabrir los museos tras la pandemia en la que estamos inmersos actualmente, conviene preguntarse: ¿bajo qué condiciones materiales y estéticas? Según Martínez:

«Si los museos quieren desempeñar un papel relevante en esa reestructuración y apostar por la justicia climática no les queda más remedio que traicionar su cometido y aprender a fracasar mejor [es decir, siguiendo a Jack Halberstam, apostando por] una existencia genuina al margen de las lógicas imperantes. Una disidencia de la norma impuesta. Si abordamos su propuesta desde perspectivas ecofeministas, esa disidencia se concretaría en una oposición a una idea de bienestar basada en la acumulación de bienes y la capacidad de consumo y en la proposición de formas de vida buena más austeras, pero también menos dañinas con el contexto. Estaríamos hablando de un modelo de museo que se resistiría a ser gobernado bajo las lógicas de la acumulación, la productividad, el valor, la propiedad, la novedad y la tiranía de los ingresos propios generados por entradas, alquiler de espacios o patrocinios. Un museo que sea antes internacionalista que internacional, que apueste por lo local sin ser provinciano y que se resista a incrementar la lista de sus artistas internacionales, de sus ponentes estrella, de sus trabajadoras a bajo coste. Que apueste por lo sencillo y que renuncie, en definitiva, a todos los indicadores que hasta ahora medían su éxito. Porque todos esos indicadores son los que han llevado a configurar una cultura en abierta guerra con la vida –usando palabras de Yayo Herrero–».

Estas notas surgieron al calor de las declaraciones de Borja-Villel, quien, apelando a la actual crisis política y de salud, afirmó que «el museo tendrá que cuidar como un hospital, sin dejar de ser crítico». Tales afirmaciones han preocupado a aquellos sectores feministas que entienden sus prácticas, antes y después de la pandemia, como formas de instituir con cuidado. Estas prácticas defienden la necesidad de implementar lo que Donna Haraway denomina «conocimiento situado» para «seguir con el problema», como una de las pocas formas posibles de contrarrestar la opacidad de nuestras instituciones enfermas y patriarcales, en favor de su complejidad y transparencia hacia un nuevo contrato social. Prácticas que, al final, al perturbar el tropo de la claridad visual, abrazan el lío, el enredo, el juego de cuerdas, favoreciendo la autoría colectiva. Quizá por eso, Martínez aclararía tímidamente las palabras del director del Reina Sofía, por temor a un nuevo «giro hospitalario», y le recordaría lo que ya estaba exigiendo Hernández:

«En este sentido quizás sería más ajustado decir que el museo “tendrá que seguir cuidando” o “aprender a cuidar a quienes cuidan y mejorar las condiciones laborales y el estatus de educadoras, mediadoras y todo el personal que desempeña un trabajo de proximidad”. Esta tarea del cuidado resulta urgente en estos tiempos de “realismo capitalista”, por decirlo con Mark Fisher, dado que el sufrimiento no es solo de las visitantes al museo sino también de sus trabajadoras. Por eso es necesario revisar en qué medida el museo es también causa de ese malestar por las formas de producción que promueve y que permiten a la vez que obligan tener varias actividades a la vez, todas ellas precariamente remuneradas, extremadamente vulnerables, dependientes de una interconectividad muy ágil y en permanente movilización. A esto hay que sumar que, en el caso de las instituciones públicas, la rigidez del marco normativo y la estrechez de la legislación laboral que nunca ha tenido en consideración la naturaleza propia del trabajo artístico ni las nuevas formas de producción cultural contribuyen a generar situaciones en las que solo se suma violencia a la situación ya de por sí precaria de las artistas. La idea de movilización total queda encarnada en las trabajadoras culturales, siempre dispuestas, siempre en movimiento».

En América Latina, la jerarquía formada por profetas, sacerdotes, alegorías, santos famosos y María y Jesús se muestra con el carro del triunfo. En ocasiones, este carro abandona el ámbito de la pintura y se une a festivales y procesiones. El que se presenta en Principio Potosí, titulado Triunfo de las domésticas activas (2010), junto a una réplica procedente de la iglesia Jesús de Machaca, proviene de una manifestación de un grupo de trabajadoras del hogar promovida por las artistas Konstanze Schmitt y Stephan Dillemuth y el colectivo Territorio Doméstico en una propuesta sobre la cadena de cuidados. La acción tuvo lugar durante la manifestación por los derechos de las trabajadoras domésticas organizada cada 28 de marzo. La pintura móvil realizada por el colectivo se desplazó desde la plaza de Jacinto Benavente hasta la Puerta del Sol. «Sin nosotras, no se mueve el mundo», pregonaban estas mujeres, en su mayoría de las antiguas colonias españolas, al tiempo que denunciaban las condiciones laborales y de discriminación que sufren. Tras pasar por Berlín y La Paz, la obra fue regalada a la iglesia de Jesús de Machaca, que albergaba el cuadro al que respondían.

Esta proclama se suma a la de Isaías Griñolo en su obra titulada Mercado Energético Puro (2010): «quienes nos representan en realidad nos reemplazan», apelando a los simpapeles que recogen las fresas y trabajan el campo. Esta propuesta presenta una investigación desarrollada en la ciudad de Huelva en la que se muestra cómo desde la Transición hasta la actualidad se ha explotado toda una serie de recursos naturales que han obligado a migrantes africanos y de Europa del Este a vivir en condiciones deplorables, al tiempo que se ha contaminado el suelo por la utilización masiva de abonos y fertilizantes. Por tanto, no es de extrañar que la contaminación de esta marisma sea motivo de disputa ecológica en la Comisión Europea desde finales de los años noventa.

Ambas propuestas, Triunfo de las domésticas activas y Mercado Energético Puro, anticipan el malestar que aconteció en las plazas un año más tarde, también las urgencias ecofeministas de las que nos habla Yayo Herrero, cuyas estructuras están en abierta guerra con la vida. Pensar el museo como ecosistema es un ejercicio en el que actualmente estamos.

Figura 7. Territorio Doméstico, Stephan Dillemuth y Konstanze Schmitt (2010). Vista de la instalación Triunfo de las domésticas activas y fotogramas de la acción realizada con motivo de Principio Potosí. Madrid: MNCARS.

Figura 8. Isaías Griñolo (2010). Vista de la instalación Mercado Energético Puro

Así, en un tiempo en el que vivimos en una tormenta perfecta, en un tiempo suspendido en el que se hace evidente la importancia de cuidar a quienes cuidan, custodian y curan, se abre una ventana de oportunidad para activar procesos de remediación y colaborativos no tanto (o solo) como políticas públicas, sino también como una capacidad de autogobierno y solidaridad que desplaza la política institucional de representación hacia lo que yo denomino una «política instituyente de la atención».

La crisis de entonces, y también la de ahora, nos permite instigar la creación de espacios como tejidos sociales desde los que disentir dentro. El planteamiento de la plataforma CVA Group (TIPPA), Crisis Chronology, gestionada por Anthony Davies en Londres, anticiparía esta llamada y pondría en cuestión la propia estructura del museo y sus políticas de empleo. Y lo haría lanzando una serie de «preguntas productivas» mediante una encuesta que serviría para cuestionar cómo se organizan los trabajadores del MNCARS y cómo esta dinámica resuena con la crisis económica de 2008. En su propuesta, CVA Group nos recordaría cómo, en el siglo XVIII, la Corona inglesa concedería a la South Sea Company el monopolio del comercio con Sudamérica, en el que se especulaba con los esclavos que poseía España. Sin embargo, la Paz de Utrecht restringiría estos derechos y desencadenaría una de las primeras grandes crisis de la bolsa, la llamada «South Sea Bubble». Ambas crisis económicas servirían como excusa para iniciar una búsqueda de formas de convergencia horizontales, eficacia y buenas prácticas.

De esta manera, se ensayan propuestas de montaje como las realizadas por los participantes en Principio Potosí, cuyas «dificultades colaborativas en cuestiones interculturales y desafíos de las negociaciones en diferentes posiciones epistemológicas», escribe Anthony Alan Shelton en Curatopia, «marcan un hito en la historia de la exposición y la realización curatorial, lo que amerita un amplio debate por venir».

Figura 9. CVA Group (TIPPA) (2010). Crisis Chronology, detalle de la publicación. Fotografía del catálogo.