Como avanzábamos anteriormente, tuvo que pasar toda una década para que volviera a plantearse en Cuba una serie de exposiciones centradas en la problemática racial. Más que el contenido de estas muestras y la participación de un amplio número de artistas residentes en Cuba o en la diáspora, que años antes tenían vetada su entrada al país –detalle importante que brinda testimonio de los cambios políticos en la isla–, es interesante el análisis del contexto histórico y geopolítico en el que se producen estas propuestas curatoriales. Es el momento fugaz de distensión en las relaciones Cuba-Estados Unidos que precede a la salida de Barak Obama de la Casa Blanca.
Entre los años 2009 y 2017, los mandatos de Barack Obama supusieron una nueva era mundial en la visibilidad de la lucha antirracista y para el orgullo afrodescendiente, al ser el primer afroamericano en llegar a la presidencia de Estados Unidos. El 10 de diciembre de 2013, durante los funerales de Nelson Mandela en Johannesburgo, Barack Obama y el presidente cubano Raúl Castro se saludaron y conversaron brevemente, un gesto que supuso un hito en el viraje de las tensiones entre ambos países. Avanzando en esa cronología de las relaciones bilaterales entre ambos Gobiernos, el periodo comprendido entre 2014 y 2016 se denominó el «deshielo cubano». Así se definió el proceso de restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba tras medio siglo de ruptura. En 2015, en la VII Cumbre de las Américas celebrada en Panamá, Cuba participó con grandes polémicas entre la representación oficial y los opositores al régimen; no obstante, se produjo un encuentro entre Barack Obama y Raúl Castro. En 2016, el presidente de Estados Unidos realizó un viaje oficial con su familia a Cuba en un hecho sin precedentes, que fue anticipado en tono coloquial en su cuenta de Twitter con la frase: «¿Qué bolá Cuba?», expresión de amplio uso en la jerga coloquial de los estratos sociales más populares.
El historiador Alejandro de la Fuente, afincado primero en la Universidad de Pittsburgh y actualmente profesor en el David Rockefeller Center for Latin American Studies de la Universidad de Harvard, llevó a cabo el comisariado de dos de esas exposiciones itinerantes. La primera fue Queloides. Raza y racismo en el arte cubano contemporáneo (Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, La Habana, 2010; Mattress Factory, Pittsburgh, 2010-2011), en este caso con el cocomisariado del artista Elio Rodríguez, para entonces residente en España. Y la segunda muestra, realizada con el apoyo de la Fundación Ford, fue Drapetomanía. Homenaje al Grupo Antillano (Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño, Santiago de Cuba, 2013; Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, La Habana, 2013; The 8th Floor Gallery, Nueva York, 2014; Cooper Gallery, Harvard University, Cambridge, 2015; Museum of African Diaspora, San Francisco, 2015; The African American Museum in Philadelphia, 2016; DuSable Museum of African American History, Chicago, 2016).
Como se puede ver, ambas iniciativas curatoriales (Queloides… y Drapetomanía…) llegaban a las salas de exposiciones bajo el auspicio de la academia norteamericana en el clima de relajación de la política exterior cubanoamericana que impregnó los últimos años de la Administración Obama, en una época de reactivación del mercado estadounidense y de incremento del patrocinio cultural hacia Cuba. Entre medias, en 2015 se había celebrado la XII Bienal de La Habana, el mayor escaparate para la visibilidad del arte cubano contemporáneo, en esa ocasión con una notable presencia de curadores, investigadores y agentes de la esfera del arte estadounidense que cerrarían una agenda de trabajo y colaboración con los creadores de la isla. Todo ello tendría ecos en diferentes encuentros entre intelectuales afrocubanos y afronorteamericanos que se sucederían en los siguientes años.
La obra del artista Alexis Equivel –comisario junto con Omar-Pascual Castillo de la exposición Queloides I Parte (1997)–, incluida en esta muestra homenaje de 2010, ha dejado testimonio constante de esos acercamientos entre Cuba y Estados Unidos durante la era Obama, que han marcado también una agenda antirracista que ha repercutido en la reactivación de acciones de mecenazgo e intercambio cultural. Esquivel actualiza la función narrativa de un género como el de la pintura de historia:
«La pintura de historia es codificada como género oficial y espacio performativo de la representación del Estado, interviene en una reconstrucción o recreación mítica del pasado para componer el cuadro de los momentos históricos fundacionales de la nación, del devenir histórico. Al mismo tiempo, estructura un repertorio alegórico por el que se describen los rasgos identitarios del ser nacional, que tipifican a las clases hegemónicas desde las que se orquesta el relato histórico y la representación afirmativa de un sujeto colectivo nacional. La pintura establece la comprensión de la linealidad de la historia, su carácter evolutivo y teleológico. En el cuadro de historia recae la función programática del Estado moderno en su afán propagandístico e ilustrativo del orgullo y las conquistas que justifican la violencia hacia el interior del territorio peninsular y en la expansión imperial trasatlántica, esto es, la colonización. De ahí que historia y geografía sean dos disciplinas que se cruzan en las representaciones de este género. Pero como en cualquier representación positivista lo que significaba una disrupción en la grandilocuencia épica del relato debía ser ocultado, apartado de la mirada, quedaba fuera del canon. Por ello, no es de extrañar que se sucedan durante el siglo XIX español aquellas obras que reflejan los episodios de la conquista y colonización de América, mientras que apenas existen ejemplos hacia finales de la centuria donde se haga alusión a los procesos de independencia y descolonización en todo el continente; o que en la medida en que la metrópolis iba perdiendo sus colonias, en un presente que abonaba su decadencia como antiguo imperio y potencia europea, la pintura de historia recurriera con más fruición a los pasajes de una gloria pretérita, algo que tiene sus ecos también en la generación del 98. Tampoco sorprende, siguiendo esa lógica, que la producción artística en los emplazamientos coloniales abasteciera de otras imágenes secundarias y complementarias a las narraciones épicas de los lienzos históricos, proliferando el tratamiento de géneros “menores” como el paisaje, la pintura de castas o el costumbrismo.»
De esas ausencias va a ocuparse en parte la obra de Alexis Esquivel, en un tiempo donde la idea del Estado nación es puesta en crisis con más acento que nunca por los desplazamientos transnacionales y las formas transfronterizas de múltiples subjetividades. En un escenario socioeconómico atravesado por la deslocalización global, por los microrrelatos y las comunidades de afectos temporales, las imágenes de Esquivel se construyen en el lienzo desde las zonas de contacto de las diásporas; pero también a partir de la interpelación al pasado y al forcejeo poscolonial donde se cruzan las historias de España, Cuba y Estados Unidos; así como los silencios de una voz subalterna racializada en la historiografía cubana. Las derivas de este artista por las iconografías mediáticas de la vida política a comienzos del siglo XXI cuestionan los límites y las omisiones en las representaciones nacionales. La suya podríamos decir que es una pintura poscolonial que se aparta de cualquier encargo o glorificación y que plantea una interrogación fundamental sobre los hechos «históricos» que deben ser pintados hoy. ¿Qué acontecimientos son susceptibles de transformarse en imagen pictórica en la actualidad? ¿Qué eventos son potenciales motivos para ingresar en la retórica del tiempo y de la historia?
En un recorrido diacrónico sin destino hacia delante y atrás en la historia de la patria, una deriva atemporal, tropezamos con las incertidumbres y los silencios que han rodeado la arquitectura política de la nación cubana. En Ciudadano del futuro (2009), Esquivel elabora una especie de retrato colectivo, un atípico cuadro de familia en el que reúne a los 23 presidentes de la República de Cuba, sin distinciones ideológicas ni valoraciones, desde Tomás Estrada Palma hasta Raúl Castro. En esta obra –que no en balde se apropia del título de uno de los libros paradigmáticos sobre la problemática racial en Cuba, El negro: ciudadano del futuro (1959), de Juan René Betancourt–, no sorprende comprobar el predominio de un poder blanco en el pasado y presente insular que ha marcado la evolución del racismo desde sus objetivaciones más atroces hasta las sutilezas informales de la discriminación latente en los chistes, las expresiones populares y la precarización creciente de una parte de la población afrodescendiente en la década de los noventa, como resultado de una dolarización de la vida. La obra, a modo de boleta electoral, completa ese retrato grupal e historicista con los rostros que signan un nuevo tiempo, una candidatura y praxis política ideológicamente plural que redunda en la participación afrodescendiente en los destinos de la nación, sugerida con la representación de los retratos de algunos prominentes opositores políticos afrocubanos. Qué cara será la de ese ciudadano del futuro cuyo retrato todavía está por pintar.
Quién será ese ciudadano del futuro, quiénes compondrán el paisaje demográfico de la isla después un tiempo prolongado de fuga, de éxodos escapistas hacia la Florida o de linajes encontrados y nacionalidades mixtas a ritmo de visados españoles. Quién marchará con sus propios pasos y a quién arrastrarán los acontecimientos y los rescates internacionales. Qué cara será la de ese ciudadano del futuro. ¿Acaso tendrá también mañana que detenerse en cada esquina y proclamar su identidad frente al acoso y la violencia policial? ¿Acaso entonces detenerse en la misma esquina será un gesto afirmativo y no la respuesta condicionada frente a la agresión burócrata y punitiva de quienes criminalizan los cuerpos negros? Después de un siglo XX poliédrico, en el que se institucionalizó el proyecto de construcción de una nación «para todos» durante la Cuba republicana, antes y después de 1959, habría que preguntarse cómo se están negociando en la actualidad tantos ideales sobre autodeterminación, soberanía e independencia. Cuando una gran parte de la población, en un rapto masivo que articula ejercicios de memoria al límite, trata de desmarcarse de una identidad nacional, a la vez que busca su herencia en la concupiscencia del pasado colonial, en relatos de violaciones y sometimientos, matizados hoy por el olvido y la promesa de la rentabilidad genética de un abuelo blanco asturiano, catalán o canario que permita reclamar la doble nacionalidad española y un pasaporte que haga efectivo el acto de emigrar. Y de nuevo, ya en las antiguas metrópolis, todo el peso de la colonialidad y el racismo volverá a atravesar esos cuerpos migrantes racializados bajo las dinámicas de repetición de la historia, las nuevas formas de esclavitud y explotación que estructuran las políticas del trabajo en el capitalismo global.
Semejante recurso compositivo se emplea en Mitochondrial Democracy (2009). Con el retrato colectivo de una estructura coral, como una reproducción seriada, el artista hace apuntes críticos a la mítica epopeya de la democracia y el liberalismo que discurre de Washington a Obama. También en esa historia sigue predominando la tez pálida del poder. Tal vez por ello el artista prefiere la cautela en sus comentarios y no clama victoria tan rápidamente al situar un rostro negro dentro de la composición, es decir, en el discurso de la historia, dando cabida a esa eterna sospecha que se ha convertido en la base de su metodología para interrogar los relatos históricos. Quizás por eso, en Smile You Won! (2010), el rostro de Obama ha sido blanqueado, se ha «desteñido» hasta el punto de que desaparecen sus facciones. Es conocido que, tras su toma de posesión, se mitigaron en el debate público estadounidense las cuestiones referentes al racismo, la discriminación y la desigualdad que repercuten mayormente en las escasas oportunidades de afroamericanos y latinos. De modo que las expectativas del cambio quedaron atenuadas por una bofetada de la realidad, que centró su atención en problemas aparentemente más acuciantes, como la crisis económica. Es posiblemente en el deporte donde se han dado algunas de las aventuras más mediáticas que han enfrentado al hombre blanco y al hombre negro. Al repasar este lienzo, protagonizado en primer plano por la centralidad de dos púgiles tratados cromáticamente uno como el negativo del otro, se recordarán los combates reivindicativos de Jack Johnson. El Gigante de Galvelston, tras enfrentar cientos de escollos racistas, logró alzarse con el título mundial de los pesos pesados, por lo que fue el primer negro en tener tal reconocimiento y el primero que con perseverancia logró concertar una pelea a la que previamente se le prohibía acceder a los negros. Johnson iniciaría el primer asalto en un desafío que no termina, en el que se suceden nombres como los de Harry Wills, Jesse Owens, Muhammad Ali, Tommie Smith… Pero ni los boxeadores del cuadro ni el propio Obama tienen rostros definidos, como tampoco se han nombrado los miles de negros, esclavos o libertos que participaron en las guerras de independencia en Cuba. Para su identificación ya no basta con las antiguas prácticas deleznables de la trata esclavista y la eugenesia que tomaban como sello de garantía de la fuerza de trabajo las características dentales del individuo.
Apropiándose de referentes cinematográficos que preconizan una nueva mitología dentro de la cultura de masas, Esquivel advierte también del creciente fenómeno de traducción icónica que constituyen el cine y los medios de comunicación como nuevas fuentes historiográficas donde se recodifican las narrativas de los acontecimientos históricos. De hecho, como explica Esquivel, en Smile You Won! las figuras centrales del lienzo que representan las siluetas de dos púgiles son tomadas de la fotografía que captó el instante, el 23 de septiembre de 1952, en el que Rocky Marciano, después de ir perdiendo hasta el decimotercer asalto, asesta un derechazo fulminante al boxeador afroamericano Jersey Joe Walcot, que le sirve para conquistar el título de campeón mundial en la categoría de pesos pesados. Como apunta el propio artista, es imposible no asociar esa referencia con la ficción que encarna el personaje de Rocky Balboa en la saga protagonizada por el actor Sylvester Stallone, seguramente más conocida por las numerosas audiencias. Pero las conexiones que va articulando este creador en su obra emergen de los enunciados laberínticos más inusitados o informales, sedimentados en las expresiones de la oralidad popular, donde se manifiesta la violencia verbal de los prejuicios soterrados en el imaginario colectivo en relación con las políticas de representación de género, raza, religión, ideología, etc. En este sentido, Esquivel nos recuerda un chiste racista en la Cuba de los años setenta sobre la pelea entre un hombre blanco y otro negro en medio de la noche, lo que permitía al negro camuflarse en la oscuridad y propinarle a su oponente una fuerte paliza. Este último, agotado y sabiéndose perdedor, decide parar la reyerta con argucia, diciéndole al primero: «Ok, negro, me has vencido. ¡Sonríe, que ganaste!». Entonces el negro muestra su más amplia sonrisa, satisfecho por la victoria. En la penumbra, los dientes blancos del negro permiten que el otro le ubique y le dé un golpe definitivo.
Queloides…, como mencionábamos anteriormente, introdujo un riguroso análisis sobre los criterios de pertenencia a la nación cubana en clave etnorracial, pero también planteaba el problema de la diáspora en sentido político. Al respecto, fue muy importante volver a exponer dentro de las instituciones habaneras para una artista cardinal en los discursos situados en la intersección género-raza como María Magdalena Campos-Pons, establecida en Boston desde principios de los años noventa. Precisamente, la obra en vídeo presentada en el Centro Wifredo Lam, No solo un día más (1999, versión #2, sin sonido), fue un alarido dramático en el que el cuerpo negro de la mujer era sometido a un proceso de blanqueamiento cosmético mientras masticaba un texto de denuncia que la hacía enmudecer. Sobre su pecho, la escritura en la superficie blanquecina permitía leer en la piel negra «Patria, una trampa». Del gesto performativo de la artista frente a la cámara emergía la simbólica denuncia del tiempo perpetuo de la colonialidad y el racismo, congelado en una historia repetida, acumulado sobre los cuerpos negros, capa tras capa de políticas de blanqueamiento escudadas en los pretextos del crisol multirracial y la transculturación.
En la itinerancia de la exposición a Pittsburgh, la artista realizó la instalación Guardarraya (2010), una forma poética de evocar la memoria colonial de la plantación. El espectador se abría paso hacia el interior de la instalación por el angosto pasillo que dejan dos muros paralelos de ladrillos de azúcar moreno. Este pasadizo estrecho, que alude al espacio lineal entre dos campos cultivados en el cañaveral, la guardarraya, marca el perímetro de unos y otros, de los sujetos negros sometidos al régimen de esclavitud y de los amos blancos. Al final del pasaje, el suelo cubierto de azúcar blanco servía como pantalla a una proyección en diálogo con otro vídeo proyectado a su vez sobre el muro de la sala de exposiciones. Se sucedían en bucle las imágenes de dos mujeres, una negra y otra blanca. Los diferentes componentes de este espacio construido detonaban la capacidad simbólica del universo industrial del azúcar para enunciar las problemáticas raciales que implican los procesos de transculturación, mestizaje y sincretismo en el horizonte histórico de la colonia. Esta obra también incorpora la memoria familiar de la esclavitud y la diáspora africana, conectada directamente a la vida de la artista, descendiente de personas esclavizadas de origen yoruba y cuya niñez transcurrió en el central azucarero La Vega, ubicado en el municipio de Colón de la occidental provincia de Matanzas.
La elocuencia de la imagen gráfica del proyecto Queloides… en la banderola de la entrada del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, que reproducía una obra de René Peña, era suficientemente reivindicativa en un momento de transformaciones en los espacios de permisibilidad y discursividad en el interior del campo artístico cubano. La fotografía a gran escala del cuerpo negro desnudo del artista, con boina verde olivo y una catana en la mano, ondeando en la fachada del edificio colonial, simbolizaba plenamente la imposibilidad de acallar en adelante la voz de un sujeto político hastiado del racismo en la sociedad y las instituciones nacionales. Quizá, a ese sujeto le falta mirar hacia el relevo generacional y encontrar una acción más plural, tanto en los lenguajes como en los temas que discutir en las poéticas de jóvenes artistas que podrían haber actualizado la lista de participantes en la exposición, que en gran medida repitió la nómina de las tres muestras de la década anterior. Creadores egresados de las aulas del Instituto Superior de Arte o de la Cátedra Arte de Conducta durante las dos últimas décadas, con intereses y modos directos de interpelación en medio de una realidad social que describe nuevos conflictos para la juventud afrodescendiente.
En cuanto a la exposición Drapetomanía…, esta significó un ejercicio de justicia y reparación del olvido de toda una generación de creadores, integrantes del denominado Grupo Antillano, que vivió el silenciamiento de sus poéticas debido a su declarada intención de explorar los signos de identidad etnorracial y espirituales de origen africano que nutrían su realidad como afrodescendientes en una sociedad caribeña.
«Grupo Antillano fue un movimiento cultural y artístico que prosperó brevemente entre 1978 y 1983 y que articuló una visión de la cultura cubana que destacaba la importancia de África y de los elementos afro-caribeños en la formación de la nación cubana. En contraste con la caracterización oficial de la Santería y de otras prácticas religiosas y culturales africanas como primitivas y contrarrevolucionarias durante el llamado Quinquenio Gris (un período caracterizado por la censura neo-estalinista durante la década de 1970), Grupo Antillano proclamó valientemente la centralidad de las prácticas africanas en la cultura nacional. Para los artistas e intelectuales de Antillano, África y el Caribe circundante no eran un patrimonio cultural muerto, sino influencias vivas y vitales que seguían definiendo el ser cubano […].
Sin embargo, […] ni la existencia misma de Grupo Antillano son recordados hoy. Grupo Antillano ha sido de hecho borrado de todos los análisis del llamado «nuevo arte cubano» […]. Esta exposición [Drapetomanía…] pretende recuperar la historia de este grupo y sus importantes contribuciones al arte de Cuba, el Caribe y la diáspora africana. Varios miembros de Grupo Antillano asistieron al Segundo Festival de las Artes y la Cultura de África y el Mundo Negro (FESTAC) en Nigeria en 1977 y veían su trabajo como parte de una conversación diaspórica sobre arte, raza y colonialismo. En su manifiesto fundacional (1978) lo dijeron claramente: “Las Antillas es nuestro medio afín, real… no nos interesan otros mundos”. Los artistas de Grupo Antillano veían su trabajo como parte de una larga tradición de lucha, afirmación cultural y resistencia, eso que un médico de Louisiana del siglo XIX había descrito como una enfermedad propia de esclavos: la drapetomanía. Los principales síntomas de esta curiosa enfermedad eran el impulso irresistible a huir y a escapar de la esclavitud».
En el catálogo de la exposición, Judith Bettelheim hace un sugerente análisis sobre otra de las posibles causas del ostracismo del Grupo Antillano a finales de los años setenta e inicios de los ochenta, coincidiendo con el momento en el que se lanzaba a la palestra pública la generación de la exposición Volumen I (1981) y los nuevos lenguajes de vanguardia del arte cubano que coparían las exposiciones y los segmentos de visibilidad nacionales e internacionales a partir de entonces, dando al traste con otras prácticas artísticas pegadas a nociones académicas o distanciadas de los lenguajes de la neovanguardia. Mientras tanto, al Grupo Antillano, afincado en formalismos de ascendencia moderna, se le ignoraría por ese marcado énfasis de sus producciones en una consciencia afrorreligiosa y las políticas de identidad de la diáspora africana, vinculantes con la crítica racial. Resulta paradójico que, a la par que el Gobierno cubano enviaba miles de soldados y jóvenes a diferentes puntos del continente africano en solidaridad con los movimientos de descolonización, se ignorase esa matriz de la cultura afrocubana; algo que explica la centralidad del Partido Comunista de Cuba en la imposición de un ateísmo de corte estalinista durante los años setenta, que demonizó cualquier forma de expresión de religiosidad popular. A esto se unió la atención nacional e internacional concentrada en las nuevas generaciones de artistas conceptuales y los lenguajes renovadores del panorama estético, que eclipsaron la pluralidad de prácticas artísticas que convivían en tiempo y espacio dentro de la isla.
Uno de los valores fundamentales que tiene esta exposición es el exhaustivo proceso de investigación que acompañó su preparación y la localización y preservación de un importante legado documental que registra las exposiciones, las acciones y la heterogeneidad de opciones estéticas nucleadas en el Grupo Antillano. Desde las artesanías hasta la pintura más sofisticada, el diseño gráfico, la escultura y otras manifestaciones artísticas daban cuenta de la efervescencia creativa de los miembros del colectivo, así como de su intensa participación en la escena cultural de finales de los años setenta en Cuba, acompañando al Ballet Folklórico Nacional de Cuba con el diseño escenográfico, de vestuario, de carteles y publicaciones. El catálogo de Drapetomanía… reconstruye cronológicamente las intervenciones del grupo en el ambiente artístico cubano de entre décadas, compilando folletos, fotografías de las muestras, haciendo un perfil minucioso de cada uno de sus integrantes, contribuyendo de manera fecunda a un trazado historiográfico de la relevancia de estos creadores y de su conciencia como movimiento afrocubano para la historia del arte contemporáneo en Cuba.
«Como proyecto intelectual y curatorial, Drapetomanía propone una mirada alternativa al llamado “nuevo arte cubano” a través del trabajo de artistas que han manifestado una preocupación por temas como raza, historia e identidad. La exposición reevalúa la importancia de Grupo Antillano al proponer una conexión entre ese grupo de artistas y una nueva generación de plásticos cubanos, especialmente aquellos vinculados desde los años noventa con el proyecto curatorial Queloides…»
Ratificando lo que ya hemos afirmado con anterioridad, hay que comprender la realización de estas exposiciones, así como su itinerancia en diferentes espacios culturales y museos de Estados Unidos, como parte de un conjunto de iniciativas por la restauración del diálogo bilateral con Cuba, promovidas por la sociedad civil norteamericana bajo el clima de acercamiento y apertura del Gobierno de Barack Obama. En este sentido, es reseñable la visita que hizo el expresidente Jimmy Carter a la exposición Drapetomanía en The 8th Floor, una sala de exposiciones fundada por los coleccionistas de arte cubano, filántropos y mecenas Shelley y Donald Rubin. Hay que recordar, además, que Carter ya había viajado a La Habana a título personal en el año 2011 con una agenda que incluía el diálogo sobre el mejoramiento de las relaciones entre ambos Gobiernos y el proceso de reformas económicas en Cuba, que en esos años estaba diseñando Raúl Castro.