Un último ejemplo del caso cubano es la exposición Nada personal, incluida dentro del ciclo expositivo La posibilidad infinita. Pensar la nación, organizado por el Museo Nacional de Bellas Artes en 2019 en paralelo a la XIII Bienal de La Habana, coincidiendo además con el V Centenario de la Fundación de la Ciudad. Si bien todos los proyectos curatoriales monográficos en relación con el tema racial llevados a cabo en la isla hasta entonces habían sido fruto de la iniciativa de artistas y comisarios independientes, Nada personal es la primera muestra gestada desde el seno de la institución arte en Cuba, a cargo del equipo de conservadores del Museo Nacional de Bellas Artes. Es importante señalar que tanto esta exposición como su homóloga Isla de azúcar ahondaron en la genealogía de determinados motivos clave en los relatos fundacionales de la nación, en los que emerge el componente etnorracial como base de las construcciones identitarias nacionales.
El soporte institucional de ambas exposiciones redundó en la posibilidad única de trabajar la museografía bajo una perspectiva diacrónica en la que el arte contemporáneo dialogaba con los fondos patrimoniales modernos y coloniales del MNBA, y donde se incorporaron también objetos, documentos y artefactos de otras colecciones institucionales con la idea de complementar el trazado histórico de las muestras y contextualizar las imágenes en ellas contenidas. En esa concurrencia, precisamente, se fue tejiendo la urdimbre de un relato sobre la colonialidad epistémica que interviene en las narrativas nacionales en el espacio donde confluyen los cuerpos negros y la industria del azúcar, que tiene su génesis en la trata esclavista y el contexto de la plantación, para terminar explicando la crisis política, social y económica devenida de la violencia de ese encuentro, cuyas consecuencias atraviesan todo el siglo XX. Estas derivas a través de las salas del museo rompieron el tradicional itinerario cronológico con el que estaban organizados los fondos de arte cubano, lo que permitió una lectura más sugerente de los procesos de constitución de los imaginarios nacionales; y al mismo tiempo sacar de los almacenes obras que normalmente habían permanecido excluidas de las narraciones museográficas de la colección permanente.
Antes preguntábamos cómo se articulaba la voz afrodescendiente dentro de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba. Un repaso a la organización de las salas permanentes precedentes a las intervenciones radicales en el discurso museográfico convencional, que supusieron muestras como Nada personal e Isla de azúcar, apuntaría el carácter unidireccional de un relato concebido como totalidad orgánica, en el que los tiempos marcados por la cronología sucesiva de las etapas históricas, definidas como «Colonia», «República» y «Revolución», establecían cortes abruptos en la economía visual de las imágenes, inoculando cierta confusión en el espectador. En aquella museografía, los cuerpos racializados aparecían y desaparecían sin un sentido lógico, mostrando transformaciones en los modos de representación donde el racismo y la colonialidad quedaban flotando sobre los cuerpos como un halo fantasmal. Las salas del edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana albergan en su muestra permanente apenas 940 obras de un fondo patrimonial que supera las treinta mil piezas de los más diversos lenguajes y medios artísticos. La exhibición está ordenada cronológicamente, abarcando un periodo que se inicia en el siglo XVII y llega hasta el presente; y ha sido concebida mediante cuatro núcleos temporales: Arte en la Colonia, Cambio de Siglo, Arte Moderno y Arte Contemporáneo.
Tomemos un ejemplo para ilustrar a qué nos referimos cuando hacemos alusión a esos «cortes abruptos en la economía visual de las imágenes», o a saltos epistemológicos que, en esa cronología lineal mediante la que recorremos las salas de las Colección Permanente del MNBA, no permiten la articulación de un discurso museográfico crítico en cuanto a los regímenes de producción ideológicos de determinadas representaciones en la historia del arte cubano. Para ello elegiremos el motivo del íreme o diablito de la Sociedad Secreta Abakuá.
En la museografía del MNBA podemos rastrear la figura del íreme en los siguientes cuadros y salas de la muestra permanente:
Si en el contexto rural se dan las tensiones fronterizas entre el espacio de control colonial que constituye el sistema de plantación y el espacio de «libertad» que define la exterioridad del «Monte» y la vida del cimarrón en los palenques, en el ámbito de las ciudades serán los espacios de socialización y persistencia de las tradiciones, de las diferentes etnias provenientes de África que fundan los cabildos de nación, los que marquen el territorio de resistencia y negociación de la memoria y la identidad del sujeto subalterno racializado en la colonia. Es en estos espacios de resistencia a la lógica colonial donde la anulación identitaria que opera en el hecho nominativo del «negro esclavo», en oposición al «amo blanco», negocia con prácticas culturales y religiosas de enmascaramiento y transculturación que resignifican el componente étnico originario. El Día de Reyes, festividad donde operan ciertos conceptos de carnavalización e inversión dialógica del orden colonial, representa el acontecimiento de visibilidad de esos lazos étnicos y culturales mantenidos durante todo el año en los cabildos de nación. Es la demostración y exterioridad de una agencia que negocia la condición subalterna del africano o de los afrodescendientes en el espacio de la colonia, en oposición a la «normalización» y el blanqueamiento practicadas con los procesos civilizatorios y de occidentalización del esclavo en los contextos domésticos y urbanos que demarcan las casas señoriales. Más importante aún, el Día de Reyes se convirtió en un espacio y un tiempo de exención del régimen de esclavitud, pues concedía legalmente la «libertad» a los esclavos un día al año en el que se conmemoraba una fiesta cristiana. No obstante, la morfología de la celebración asumía características culturales sincréticas donde primaban rituales y tradiciones africanas.
«Cobra una significación muy especial en los plantes los íremes o diablitos, danzantes enmascarados que hoy constituyen símbolos en el folklor cubano. Son considerados como un elemento simbólico dentro del ritual que representa a la naturaleza. El diablito abakuá es una figura antropomorfa con la cabeza cubierta de un capuchón terminado en punta, el cual solo tiene un par de ojos bordados. Usan una vestimenta de colores vistosos y abigarrados dibujos. En el cuello, rodillas, bocamangas y bocapies, sendos festones de soga deshilachada. Colgados de la cintura, varios cencerros de metal que suenan al andar y bailar. En las manos llevan un trozo de caña de azúcar y una rama de “escoba amarga”. Los diablitos se desempeñan en funciones privadas y funciones públicas, rituales y de pura diversión. Todos representan siempre el espíritu de algún antepasado. Ven y oyen, pero no hablan, expresan sus sentimientos y estados de ánimo a través de la gestualidad de sus coreografías. Durante los ritos los íremes permanecen dentro del recinto donde ofician las ceremonias secretas.»
El traje del diablito o íreme es vestido por el dignatario de una potencia abakuá que oficia los ritos de iniciación y consagración de plazas (puesto o jerarquía vitalicia dentro de una potencia que ostenta funciones de preservación de las normas rituales y sociales de la tradición y la sociedad). Es un objeto fundamental en el culto y posee diferentes características según los cargos que desempeñen las plazas que los van a usar. Entre sus muchas funciones durante las procesiones están alejar a los malos espíritus y limpiar de sombras el camino. Resulta bastante asombroso la precisa descripción que la pintura costumbrista del bilbaíno Víctor Patricio Landaluze hace de los atributos de los íremes en el siglo XIX. Dicha minuciosidad posiblemente se basa en el conocimiento de la sociedad secreta que tenía el pintor, dado que hacia 1872 ocupó el cargo militar de regidor de Guanabacoa, emplazamiento en La Habana con gran presencia abakuá.
Ya en la Sala que traduce los cambios estéticos en la transición del siglo XIX al XX, es llamativo cómo desde la descripción costumbrista se pasa a la crítica social, según demuestran los dibujos de Rafael Blanco. En ese sentido, van a emerger los prejuicios raciales que nutren un imaginario que criminaliza a la población negra, fundamentalmente masculina. Desde la ambivalencia surgida del encuentro de la violencia de la esclavitud sobre los cuerpos negros y el paternalismo e infantilización de las personas esclavizadas por parte de los amos blancos, pasamos a observar una reconversión de las operaciones de racismo que desplazan al ámbito de la criminología el odio y el miedo al otro. Habíamos reparado con anterioridad en las contradicciones que incluso en un intelectual como Fernando Ortiz, padre de la etnología y la antropología en Cuba y autor esencial para la comprensión de la cultura afrocubana, se aprecian en el tratamiento de las tradiciones de origen africano. Algo que es evidente, reiteramos, en la vertiente eugenista de sus primeros estudios, tal como se distingue en dos textos de 1906: La inmigración desde el punto de vista criminológico y Los negros brujos (apuntes para un estudio de etnología criminal). La masculinidad exacerbada como signo de violencia y criminalidad es un estigma que acompañará a las sociedades secretas abakuá en el imaginario popular, y en esa idea generalizada fueron determinantes los textos del Ortiz criminólogo. Cuando Jorge Arche retrata a Fernando Ortiz, este ya se había distanciado en cierto punto de las ideas lombrosianas, tras publicar en 1940 el texto que ha sido considerado su obra cumbre y donde articula el concepto de transculturación, sobre el que volveremos más adelante.
En la obra de René Portocarrero se observa una transición expresiva en la representación de los diablitos o íremes que realiza hacia la década de los sesenta. La gestualidad del trazo y el cromatismo traducen la fuerza y la energía de las danzas de los íremes, que se mueven con destreza felina, remontándose a la memoria de las tierras africanas. Es la propia gestualidad libre de la pincelada la que conforma las hilachas o flecos de la tela de saco del traje ritual. Pero también es este diablito expresionista el que se va a transformar en un icono del folclore nacional, devenido en un personaje primordial en el carnaval que sustituye durante la etapa republicana en el siglo XX la anterior celebración del Día de Reyes en la colonia. La voluntad de resistencia escenificada mediante las congas y comparsas de esclavos y libertos organizados en los cabildos de nación, que salían a la calle para celebrar el Día de Reyes durante el periodo colonial, así como su transformación a comienzos del siglo XX en agrupaciones de música y danza constituidas en los barrios más pobres, y las continuas estigmatizaciones y prohibiciones que pesaron sobre estas expresiones de la cultura afrocubana en el espacio público, son apenas una de las caras de un complejo sistema de concepciones racistas que ejerce su represión sobre los cuerpos negros que bailan, festejan y modifican sus tradiciones ancestrales. Sin embargo, ese relato fragmentario, urdido como palimpsesto mediante capas sucesivas de sentido que van reconstruyendo la memoria de la diáspora africana a contracorriente del borrado intencional de la colonialidad, es preciso trazarlo en una composición museográfica donde estas obras entren en diálogo. Se precisan narrativas más allá de la linealidad de las cronologías y de los presupuestos estéticos que las orquestan.
Las exposiciones Nada personal e Isla de azúcar han hecho una llamada de atención decisiva sobre la estructura fundacional de la economía de la nación basada en el monocultivo del azúcar y la trata esclavista, y la consecuente producción ideológica de un sujeto subalterno racializado encarnado en un cuerpo negro objeto de un racismo que trasciende cualquier idea estanca de la periodicidad historiográfica. Esa transversalidad con la que las muestras han sondeado la persistencia de estereotipos racistas, que se infiltran en la realidad cubana desde el presente hasta la colonia, advierte sobre los modelos estructurales del sistema mundo moderno/colonial de género que permanecen en la práctica en nuestra sociedad, alimentando el colonialismo interno en las operaciones biopolíticas que administran la vida humana y la colonialidad de los imaginarios colectivos que pesan sobre las identidades en perpetua (re)construcción.
Finalmente, es imprescindible señalar el largo y abrupto camino que las exposiciones que han discursado sobre el racismo en Cuba han tenido que atravesar desde finales de los años noventa hasta ahora, desplegando un activismo afrodescendiente que se ha visto obligado a ir empujando los márgenes institucionales y de la censura. Asimismo, es necesario comprender la dimensión pedagógica que poseen estas experiencias contra la discriminación racial surgidas en el campo del arte contemporáneo y la necesidad urgente de su amplificación en otras esferas de la sociedad cubana. En tal sentido, se puede afirmar que las artes visuales, y en particular estas exposiciones organizadas a partir de los años noventa, así como las poéticas de los artistas nucleados alrededor de estas, han sido pioneras y catalizadoras de la discusión racial hacia otras zonas de la producción simbólica, como la literatura y la música, que paulatinamente se han ido incorporando a un cada vez más urgente y necesario debate sobre el racismo en Cuba, ausente sin embargo en el cine y en los medios de comunicación.
Ved también
Sobre las derivas del debate racial en Cuba, podéis ver:
Varios autores (2011). «Coordenadas culturales para pensar la racialidad». La Jiribilla (dosier, núm. 91, págs. 3-13). La Habana.
Varios autores (mayo-junio de 2012). «De esclavo a ciudadano: El desafío de ser negro». La Gaceta de Cuba (dosier, núm. 3, págs. 2-23). La Habana.
Varios autores (julio-septiembre de 1996). «El color cubano». Temas (dosier, núm. 7, págs. 4-64). La Habana.
Varios autores (junio de 2009). «Existe una problemática racial en Cuba». Espacio Laical (dosier, núm. 69, págs. 34-51). La Habana.
Varios autores (enero-marzo de 2008). «Otra vez raza y racismo». Caminos (dosier, núm. 47, págs. 2-33). La Habana: Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr.
Varios autores (2009). «Raza, etnia y Cultura» [en línea]. Arteamérica (dosier, núm. 19). La Habana.
Varios autores (verano-otoño de 2009). «Raza y racismo en Cuba». Encuentro de la Cultura Cubana (dosier, núm. 53-54, págs. 39-115). Madrid.
También pueden consultarse los blogs de los activistas e intelectuales afrodescendientes Sandra Abd’Allah-Alvarez Ramírez y Alberto Abreu Arcia.
Sin embargo, un ejercicio de responsabilidad historiográfica en curadurías de esta índole, que intentan diagramar un relato nacional, necesariamente debería advertir sobre las zonas disruptivas en las que ambos discursos se interceptan para contestarse y contradecirse. Esto sucede, por ejemplo, en la alusión que se hace al surgimiento de comunicación y la defensa del componente hispano de la identidad cultural cubana en paralelo a la pujanza del movimiento afrocubanista que vehicula la vanguardia cubana encabezada por Wifredo Lam en el siglo XX. No obstante, esa dicotomía que se expresa en el ensayo Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), del antropólogo Fernando Ortiz, y que conecta ambas exposiciones a través de la tríada tierra-sangre-memoria, es decir, del espacio de la plantación de azúcar en tanto que epicentro y lugar fundacional de la violencia sobre el cuerpo negro y la memoria traumática de la diáspora africana, parece ignorarse en otros episodios sucesivos de la narrativa épica que persiguen las muestras. El texto paradigmático de Ortiz, que ve la luz tras la depresión económica de 1930, define el proceso de transculturación en Cuba mediante el enfrentamiento del sistema de producción de dos elementos esenciales en la economía insular. La dialéctica se salda con la «derrota» del azúcar al caracterizar el monocultivo latifundista y la explotación capitalista como causa de los males nacionales: la envenenada herencia de la esclavitud, el trabajo temporal, las altas tasas de desempleo durante el tiempo muerto, la marginalidad resultante y un crecimiento económico no sostenible.
Precisamente, en ese relato binario que se construye en las salas de exposiciones que abordan la problemática de la dicotomía nacionalista encarnada en la disputa de una identidad blanca criolla, frente a la pujanza de los afrocubanismos estéticos durante el siglo XX, se encuentra una de las limitaciones más preocupantes de la muestra Nada personal. Esa visión pareada ofrecía una perspectiva reduccionista de procesos de reconstrucción más complejos de las memorias y herencias en discusión sobre una posible ontología de lo cubano. El recurso de enfrentar en la pinacoteca dos muros paralelos, donde la cronología evoluciona linealmente, situando de un lado a rumberas y mulatos urbanos y del otro a guajiros y campesinos en ambientes rurales, resultaba cuando menos una ilustración literal de las peligrosas interpretaciones más simplificadas del mestizaje resultantes de la transculturación.
Lo que parece ignorarse, o esconderse intencionalmente, en el recorrido cruzado de ambas exposiciones es la influencia del racismo científico y la eugenesia occidental de disciplinas como la antropología, la sociología y la medicina a finales del siglo XIX, que pueden corroborarse en los ensayos de las dos primeras décadas del siglo XX del propio Fernando Ortiz, como Los negros brujos (apuntes para un estudio de etnología criminal) (1906) o Los negros esclavos (1916), que calarán indefectiblemente en la construcción de la imagen del cuerpo negro y en los imaginarios discriminatorios y estereotipos que persisten hasta la actualidad. Imágenes que compiten durante todo el siglo XX con el ideal de blanqueamiento que encierra la ambivalencia de la noción transcultural y que van a complejizar ese pretendido proceso histórico «ininterrumpido» que conduce desde la independencia del poder colonial a la triunfante Revolución cubana. Precisamente, la anulación de esos cuerpos mediante las políticas de blanqueamiento que conlleva el signo del mestizaje en la idea de nación transcultural (un elemento presente en la mayoría de los proyectos nacionalistas latinoamericanos) es reemplazada en 1959, con el triunfo de la Revolución cubana, por la administración de esas vidas en el anonimato y el cuerpo total del concepto de pueblo, entendido como masa, como entidad colectiva que encarna la nación.
Aunque tímidamente y con un limitado tratamiento dentro de las exposiciones, estos dos proyectos curatoriales promovidos desde el interior de la institución artística empiezan a reconocer el rol imprescindible de las poblaciones afrodescendientes en las guerras y acciones por la independencia, la propia abolición de la esclavitud y la consiguiente contemplación por ley de sus derechos como ciudadanos; esto los sitúa como sujetos históricos, participantes decisivos en las transformaciones sociales, políticas y económicas de la historia de Cuba. En ese sentido, la pugna por los derechos de ciudadanía de las comunidades afrodescendientes es una conquista propia y no el regalo de la burguesía criolla y las élites liberales, una idea que se va abriendo camino poco a poco en el silencio historiográfico. A contracorriente de la lectura del racismo que los curadores promueven como «nada personal», algo que trasciende al individuo para apelar a una abstracción entendida como un color de piel o una raza, si algo obliga a confirmar la persistencia de estas pausas o silencios en las exposiciones, es que cualquier omisión, por menor que parezca, es personal y política.