Un caso de estudio diferente, pero que también se explica mediante los cambios de la condición geopolítica cubana de la última década, es el de la exposición Without Masks: Contemporary Afro-Cuban Art (Johannesburg Art Gallery, Joubert Park, Johannesburgo, 2010; Museum of Anthropology (MOA), University of British Columbia, Vancouver, 2014; Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), La Habana, 2017), con curaduría de Orlando Hernández. La muestra exhibió el conjunto de una colección privada de arte afrocubano perteneciente a un coleccionista extranjero, The von Christierson Collection. Amén de celebrar el hecho de que una exposición de esa índole –que pone el centro de la mirada en prácticas artísticas con una evidente vocación etnorracial y con anclaje en la cultura popular– entrase en el Museo Nacional de Bellas Artes, el corazón institucional que salvaguarda el patrimonio artístico de la nación, no es posible sustraerse de la ambivalente negociación que tal operación de puesta en valor y visibilidad de una colección particular y su organización desde instituciones extranjeras supone ante las políticas culturales del Estado cubano. En las circunstancias históricas actuales, en las que las pujantes dinámicas del capital y el neoliberalismo disputan espacios de posibilidad en la emergente economía de transición en la isla, semejante representatividad del coleccionismo privado en la esfera pública resulta, cuando menos, sospechoso e indica hacia dónde soplan los vientos de cambio.
De la mano de Orlando Hernández, uno de los curadores más respetados y con conocimiento riguroso de las expresiones representadas en la exposición, Without Masks… asumió el gran riesgo de poner en el mismo enclave discursivo, sin hacer distinciones de orden estético, prácticas artísticas de diversa naturaleza. Por una parte, se incluyeron relevantes exponentes de los lenguajes conceptuales y de vanguardia que se han sucedido en la escena artística nacional a partir de los años setenta; mientras que al mismo tiempo se ponía en valor a un conjunto de autores con importante arraigo en el cultivo de formas creativas nacidas en el seno de las culturas populares. La convivencia sin fisuras de tradición y experimentación en las salas del Museo Nacional de Bellas Artes contribuía, así, a señalar las complejidades enunciativas del signo afrocubano en la cultura nacional y cómo la agencia afrodescendiente atraviesa zonas múltiples de la realidad social y de las instancias de producción de sentido, desde las comunidades rurales y los barrios urbanos hasta las academias artísticas.
Estos dos proyectos, surgidos en la segunda década del siglo en curso –como las exposiciones que los antecedieron en los años noventa–, continúan adoleciendo de limitaciones reseñables en términos museográficos, debido en gran medida a las propias condiciones económicamente precarias de los espacios donde se han exhibido. Sin embargo, hay que mencionar algunos puntos que significan verdaderos avances en el abordaje expositivo del problema etnorracial y de la agencia afrodescendiente en Cuba, a saber, la más explícita interseccionalidad en relación con los discursos de género y la incorporación de creadoras mujeres a la nómina casi exclusivamente masculina que prevaleció en los anteriores comisariados. Otro de los hitos fundamentales fue la ruptura de la relación dentro-fuera en el trazado del esquema de pertenencia a los criterios de ciudadanía y un concepto de nación, que pasan por incorporar a las voces que desde la diáspora y el exilio permiten complejizar la discusión racial. Un logro esencial ha sido también la producción de catálogos ilustrados, que cuentan con contribuciones muy pertinentes de intelectuales, estudiosos e investigadores que ayudan a situar la historicidad del problema racial en Cuba y el rol del arte contemporáneo en el debate social y político sobre el racismo en la isla. Ese es un detalle primordial que la crisis de los años noventa hizo imposible para las anteriores muestras, con la consiguiente pérdida de evidencia documental sobre las obras y el desarrollo de las exposiciones, dificultando con ello la historia de estos proyectos y su cardinal trascendencia para la lucha contra el racismo en la sociedad y las instituciones culturales nacionales.
Nos detendremos apenas en un par de propuestas incluidas en la exposición Without Masks…, que desde sus respectivos intereses discursivos revelan una posición explícita de contestación e interpelación a los imaginarios historicistas de la colonialidad, cuyo movimiento pendular se desplaza desde la esfera extraartística hasta el propio centro de la historia del arte colonial, primero, y a las narrativas clausurantes del canon occidental sobre el arte moderno, después.
Una de esas obras destacadas en la exposición era la videoinstalación White Corner (2006), de Alexandre Arrechea. En este caso, los estigmas de la colonialidad eugenésica revelan las ideas que han descrito al cuerpo del hombre negro como una masculinidad amenazante para la normatividad heteropatriarcal blanca: instintivo, emocionalmente primario, hipersexualizado, vago, irracional, salvaje, animal, inferior…, son adjetivos que hacen explícita la construcción del cuerpo negro como objeto del racismo. En esta pieza, la masculinidad del sujeto negro es reflejo de históricos procesos de discriminación donde los atributos del mito viril han sido hipertrofiados. Desde la esquina en la que la mirada blanca se sitúa para enjuiciar al hombre negro, el arresto, la violencia o la valentía que en el sujeto masculino blanco occidental crea la imagen del héroe valeroso donde el enfrentamiento en la batalla deviene signo de orgullo nacional; aquí son invertidos bajo la axiología euroblanca y criolla que criminaliza las subjetividades afrodescendientes en un espectro de conductas marcadas por la coerción biopolítica. La pose acechante y sigilosa del propio artista Alexandre Arrechea, autorrepresentado en el vídeo, traza una peculiar genealogía de la estigmatización del sujeto afrodescendiente objetivado en una mirada donde la idea de raza perfila el retrato de una identidad conflictiva, encarnación del miedo colonial al otro que evoluciona desde las primeras figuras de los cimarrones en el siglo XIX.
La estrategia de autorrepresentación por parte del artista podría funcionar en esta obra en tanto que interpelación al legado visual de una historia del arte que ha excluido la representación de los afrodescendientes. La excepción serían aquellas imágenes cargadas de violencia y de una mirada incriminatoria sobre el cuerpo negro dentro de la pintura y el grabado coloniales, u otras representaciones insertas en la lógica etnográfica de las ciencias naturales y sociales, habituales en la fotografía de finales del siglo XIX y principios del XX. Basta repasar los textos del primer Fernando Ortiz, influido todavía por la escuela de Cesare Lombroso, para advertir el calado de la criminología positivista en los estudios de etnología criminal del antropólogo cubano, en los que se seguían las ideas lombrosianas sobre el determinismo étnico de la criminalidad.
«La raza negra es la que bajo muchos aspectos ha conseguido marcar característicamente la mala vida cubana, comunicándole sus supersticiones, sus organizaciones, sus lenguajes, sus danzas, etc., y son hijos legítimos suyos la brujería y el ñañiguismo, que tanto significan todavía en el hampa de Cuba, como significaron en su época los negros curros, hoy curiosos tipos de arqueología criminal cubana.»
Todavía en nuestros días, lamentablemente, resulta demasiado frecuente y rutinaria la práctica racista institucional y el abuso de poder en las calles de las ciudades cubanas, donde se repiten escenas de violencia autoritaria sobre los cuerpos negros. Es habitual ver a la policía acosando y exigiendo identificación a hombres y mujeres afrodescendientes, a quienes incluso se les llega a registrar bolsos y pertenencias, presuponiendo que son delincuentes y sin que medie previamente la comisión de algún delito. A esto se suma el instrumento represor que constituye la denominada Ley de Peligrosidad, cuya aplicación habilita la detención y reclusión de un sujeto sin que este hubiese incurrido en un acto delictivo, lo que supone una flagrante violación de los derechos humanos.
El cuerpo en tensión del hombre negro blandiendo un arma, los músculos contraídos y la respiración agitada que anuncian la inminente lucha, el sonido hondo semejante al de una válvula de presión que alivia la temperatura acumulada. Todo en la escena revela un clímax a punto del estallido. Por si fuera poco, el torso desnudo y los pies descalzos remiten indefectiblemente a esa iconografía cimarrona legada por los imaginarios de la colonialidad.
«El negro es un objeto fobógeno, anxiógeno.»
Pero tal vez el elemento más interesante en esta pieza resida en la duplicidad especular de la imagen del cuerpo masculino negro: esa figura que encarna el signo de una violencia mítica y atávica en las construcciones racistas de la modernidad blanca y criolla. Si por una parte White Corner nos sitúa críticamente ante la discursividad normativa que describe al cuerpo no blanco a través de la negrofobia, por otro lado, parece convocar la teoría lacaniana del estadio del espejo para significar el despertar de una consciencia racial en el hombre negro. Quizá el enfrentamiento de esas anatomías especulares diagrama la noción escindida del propio cuerpo masculino negro como un sujeto diferente, al que le es imposible reconocer en sí mismo esos estereotipos con los que se le ha cosificado y patologizado. La imagen proyectada a cada lado de la pantalla como arquetipo de virilidad exacerbada, que rezuma terror y despierta el miedo en el otro, es en sí misma una imagen que de una esquina a otra de la pantalla redunda en un profundo sentido de extrañamiento.
Posiblemente, la obra cumbre del arte moderno cubano sea La jungla (1943), de Wifredo Lam, que forma parte de la colección del MoMA. Se ha dicho que La jungla es una plantación de caña de azúcar, el lugar de los negros esclavos; donde estos habitaban, no obstante, sin sentido de pertenencia alguno, porque el cañaveral era espacio de explotación, de trabajo para el amo blanco, la tierra que pertenecía al poder colonial y donde sus cuerpos dolientes por el látigo y el esfuerzo eran apenas carne y sangre que se mezclaba con el jugo de la caña. Pero cuando Lam transformó esa plantación en Monte trastocó el orden colonial y de la realidad, convirtió ese sitio en una categoría espacio-tiempo deslocalizada, en una metáfora de la cultura afrodescendiente. La jungla (el Monte) se convierte en un cronotopo que en la obra de Wifredo Lam condensa la esencia de las culturas afrocaribeñas, la particular manera de interpretar lo «surreal» del espacio Caribe y las epopeyas de una historia que siempre ha mirado a Occidente con la conciencia ambigua y especular de reconocerse y a la vez diferenciarse, con un «doble vínculo» o una «doble conciencia», como indica Paul Gilroy.
De esa energía africana se apropia Elio Rodríguez en clave posmoderna para comentar con ironía las propias influencias europeas de Lam. Cuando Rodríguez reproduce detalle a detalle el emblemático cuadro de Lam (La jungla, 2008, escultura blanda sobre lienzo, 238 x 248 cm) y utiliza solo el color blanco sobre fondo blanco, no podemos dejar de sospechar una crítica velada a la instrumentalización que se ha hecho de la figura del autor más internacional de la vanguardia cubana en el circuito norteamericano y europeo del arte moderno y contemporáneo. A esa tendencia al blanqueamiento de la obra de Wifredo Lam, que pasa por su definición como surrealista en cierta historiografía, Elio Rodríguez contesta con la sutil plasticidad de sus formas blandas, con el blanco sobre blanco que se ha convertido en eslogan modernista. La exposición se erige entonces como «espacio entre medio», para discutir y trazar las genealogías legítimas de otros tiempos, lugares y estéticas modernas que se insertan en las producciones de la diáspora africana.