6.2. La gran transformación y Animism
En su texto, la comisaria de La gran transformación reitera la urgencia en rescatar el pensamiento mágico. Chus Martínez argumenta que, si la magia sirve para cambiar el orden establecido, es posible que también se pueda utilizar, junto con el arte, para abrir algunas de las puertas secretas del mundo. De hecho, la magia no solo ofrece una alternativa a las formas de pensamiento hegemónicas, sino que también proporciona un marco con el que cuestionar y analizar con mayor profundidad las realidades que nos rodean: «como forma de conocimiento, la magia no se ve comprometida por el mito del progreso. No pretende hacernos llegar a un punto en el espacio y el tiempo designado por un estilo de vida ideal y utópico, ni está subordinada a cálculos económicos».
La sombra es una figura clave para este proyecto curatorial y (añadimos nosotros) para profundizar en los rasgos comunes de arte y magia. Mientras que Martínez afirma que la magia es la sombra que sigue de cerca el movimiento del pensamiento ilustrado, Mario Perniola afirma en sus escritos sobre el arte y la sombra que el arte solo puede existir en la sombra proyectada por esa luz cegadora que pretende iluminar y aplanar la operación artística. En las sombras se dan encuentro la magia y el arte. Las sombras siempre han estado relacionadas con «una especie de esoterismo», dice el filósofo italiano; pero lo esotérico, dice la comisaria de esta exposición, no es –al contrario de lo que comúnmente se piensa– un mundo cerrado, accesible a unos pocos iniciados. Lo esotérico es más bien aquello que «es de nadie y de todos, porque trata de lo que no se puede conocer: la muerte, las emociones, lo que está más allá de los límites de nuestro cuerpo».
La magia, dice Martínez, es un tipo de conocimiento paranoico, es decir, cercano a (para) la razón (noos). Siguiendo la analogía que hace Perniola entre arte y sombra, podríamos decir que el pensamiento mágico se da al lado o en el límite de la luz. Tanto la magia como la sombra aparecen como alternativas, como lugares al margen donde se puede desarrollar la práctica artística. Y si la magia es la sombra del progreso (Martínez) y la sombra es el único lugar donde puede refugiarse el arte (Perniola), se deduce que el arte y la magia comparten territorio. Chus Martínez sostiene que la magia es indiferente a las teorías del progreso, mientras que Mario Perniola dice lo mismo de su sombra, que se sitúa al margen de las oposiciones dialécticas y, por tanto, no se erige como adversaria de la luz para derrotarla. La magia no declara la guerra: hace política de otra manera. La magia no actúa dividiendo las cosas, sino uniéndolas: uniéndolas en la sombra.
En el texto escrito por Chus Martínez para el catálogo de La gran transformación se aprecia la intención de encontrar una definición contemporánea de magia. La magia se propone como un campo de conocimiento oculto (en las sombras, paranoico) que es esencial para entender lo que ocurre en el mundo actual. En el arte, como en la magia, las ilusiones consiguen revelar verdades que la propia realidad se empeña en ocultar. Por ello, a Chus Martínez le parece que existe cierta urgencia de rescatar la noción de magia en las artes visuales, no como una representación literal de asuntos supuestamente mágicos, sino como un ejercicio de ser y pensar el mundo. En otras palabras, la comisaria de La gran transformación detecta de forma meridianamente clara que es necesario repensar la magia en tanto que territorio existencial contemporáneo.
Por otro lado, el comisario de la exposición Animism, Anselm Franke, presenta un análisis magistral de un tema clásico del pensamiento mágico: el animismo. En su texto «Animism: notes on an exhibition», Franke destaca la relación de la cultura occidental con el animismo, desafiando la convención de que los animistas son «los otros». El rechazo occidental de lo que denominamos «animismo» sería teóricamente lo que nos define como ciudadanos modernos, pero tal suposición permite que prolifere sin control una cierta forma de «animismo capitalista». En la línea de Bruno Latour en Nunca fuimos modernos, Franke advierte que la negación de las formas híbridas de cultura-naturaleza permite, precisamente, su multiplicación. Franke llama la atención sobre el hecho de que el animismo está, desde su definición, inscrito en la constitución occidental como «la incapacidad de diferenciar entre objeto y sujeto, entre realidad y ficción». Sin duda esto sirve para explicar por qué el animismo, al igual que la magia, es difícil de definir sin caer en ciertos supuestos eurocéntricos y coloniales, ya que básicamente se parte de la idea de que el animismo (al igual que el pensamiento mágico en general) se debe a una incapacidad intelectiva. Este «sometimiento colonial» forma parte de nuestra vida cotidiana y se ha «naturalizado como parte de nuestras percepciones y experiencias».
Como dice During, posicionarse en relación a la magia significa también posicionarse en relación con una red discursiva de civismo. En este contexto, es difícil que un ciudadano respetable se posicione a favor de una práctica asociada al pensamiento mágico, porque nuestro concepto de civilización se ha construido en oposición a esta. Así, es frecuente que las personas que se ocupan de estos asuntos se sientan impulsadas a declarar públicamente su falta de fe en lo mágico, como quien se exonera de culpa antes de ser acusado de un delito. La cuestión a la que nos enfrentamos, dice Franke, es de naturaleza confesional. Una respuesta equivocada puede significar el destierro de la comunidad. Al igual que en una religión, en la que la herejía rompe el orden considerado «natural», las creencias mágicas o animistas suponen una amenaza tan intensa para la cultura occidental que no solo se exige que nuestros prejuicios contra estas sean aceptados como naturales, sino también que renovemos constantemente nuestra filiación ideológica (rezando el «no credo» sin parar).
Sin embargo, hay un lugar donde el animismo está relativamente aceptado en Occidente, y ese lugar es el arte, dice Franke. En este sentido, nos adherimos a la teoría de During cuando afirma que la magia ha sido canalizada hacia el mundo del espectáculo y sobrevive asumiendo formas culturales vinculadas a la producción y distribución comercial de ficciones. During se centra en el cine y la literatura, pero nuestra tesis es que también se podrían incluir las artes visuales. Nos parece que el mercado del arte es heredero de aquella cultura de lo maravilloso ligada al gabinete de curiosidades que primero fue desacreditada intelectualmente y luego fagocitada por una cultura comercial que favorece la subjetivación atlética, la antropofagia zombi y la circulación (irónica) de objetos maravillosos.
Al principio, puede parecer fabuloso que el arte sea el heredero de la cultura de lo maravilloso. Pero hay que pagar un alto precio: el arte renuncia así a reivindicarse como real, quedando «neutralizado en un gueto de excepcionalidad». El problema al que nos enfrentamos es, por tanto, que cuando el arte pretende legitimarse como una forma respetable (real) de conocimiento parece condenado a comportarse según un cierto credo científico y antientusiasta. Como dice Franke, la autonomía del arte moderno solo se logró mediante su ficcionalización: las posiciones animistas se aceptan dentro del arte solo porque se ha acordado, de antemano, que el ámbito en que se dan es ficticio, irreal e irrelevante.
A la equivalencia occidental entre animismo e irrealidad se añade otra dificultad: incluso cuando se acepta el animismo como una dimensión de la realidad, se entiende en clave negativa. Según este punto de vista, el animismo, en el contexto occidental, solo sirve al poder. Lo mismo puede decirse de la magia: existe, pero solo sirve para manipularnos. Este es un punto de vista netamente marxista. Adorno, por ejemplo, argumentó que, al sustituir la magia por la razón, la Ilustración invistió la razón con poderes mágicos; Marx percibió claramente el capitalismo como un sistema mágico-animista basado en el poder de los fetiches; Taussig identificó el poder del Estado con el poder mágico. Es decir, que la vieja magia sobrenatural aún sobrevive en la sociedad occidental… pero de muy mala manera: para oprimir, vigilar y castigar.
Por supuesto, a ninguno de estos pensadores les falta razón. De hecho, estamos totalmente de acuerdo con cada una de sus premisas. Pero estos discursos están afectados por un poderoso hechizo dicotómico: el del enfrentamiento entre la razón y la no razón, entre el bien y el mal. Por eso el animismo, como dice Franke, no puede entenderse, simplemente, ni en «términos negativos –como ausencia bárbara de civilización– ni en términos positivos –como una condición casi paradisíaca en la que no existen las dolorosas separaciones ontológicas que caracterizan a la modernidad». Al igual que la magia, el animismo no puede contemplarse desde un punto de vista binario. Por lo tanto, no puede suponer, ni supone, un rechazo de la «realidad», y si lo hace, se convierte, como dijo Eisenstein sobre las animaciones de Walt Disney, en «una revolución sin consecuencias». Salvo que, de hecho, podemos afirmar con total seguridad que la «revolución» de Walt Disney tuvo un impacto considerable, lo que nos hace pensar que tal vez el Sr. Disney tenía un conocimiento de la realidad más profundo de lo que Eisenstein imaginaba. Como nos recuerda Ioan P. Culianu, la magia renacentista fue esencial para desarrollar, más adelante, la psicosociología de masas y sus técnicas de manipulación. Los ardides del Príncipe de Maquiavelo, dice Culianu, son inocuos si los comparamos con las innumerables técnicas de manipulación mágicas que, derivadas de la obra de Giordano Bruno sobre los vínculos, se pusieron en práctica a nivel institucional y mediático. ¿Sería esto a lo que se refieren Adorno, Marx y Taussig cuando afirman que la magia ha sido apropiada por el poder? En la línea marcada por Silvia Federici en su libro Calibán y la bruja, creemos que el declive de la magia ha servido precisamente para ponerla al servicio del statu quo. Sin embargo, al mismo tiempo que se maniobraba contra la cultura de lo maravilloso y lo mágico, se insistía en la irrealidad y vulgaridad de dichas operaciones, lo que resulta ciertamente contradictorio. Si las prácticas mágicas eran efectivamente tan inocuas, ¿por qué no simplemente ignorarlas?
En resumen, el restablecimiento de una ontoepistemología de la magia occidental es un campo minado. Decir que algo es mágico significa adjetivarlo peyorativamente. Entonces, ¿cómo sería posible hablar de magia sin caer bajo este hechizo? Si nos negamos a separar la magia sobrenatural de la secular, es precisamente porque dividirlas implica asumir que una de ellas es «real» mientras que la otra es «irreal». La cuestión, como dice Franke, no es reivindicar el animismo o no, sino dejar de jugar «al juego de las divisiones». Así, Animism no es una exposición sobre el animismo, dice Franke, sino una exposición sobre cómo se construyen estas barreras divisorias que niegan el acceso a lo real a quienes se quedaron del otro lado.
La gran transformación y Animism son dos iniciativas excepcionales porque sus discursos se dan al margen del «juego de las divisiones» (el juego que separa la magia sobrenatural de la magia escénica, o magia y ciencia, o pasado y presente, o a ellos de nosotros). Cada vez hay más conciencia de esta cuestión y, en consecuencia, cada vez hay más proyectos curatoriales que afrontan estas dificultades discursivas con lucidez. El llamado pensamiento mágico está en el ojo del huracán. Por ello, aprovechando que buscamos marcadores recientes que puedan definir el retorno de lo mágico en el arte contemporáneo, dedicaremos un espacio a constatar la vaga presencia de lo mágico en eventos bienalísticos.