Durante la crisis de la deuda de finales de la década de 1970, los representantes del capital internacional –a saber, el FMI y el Banco Mundial– ajustaron estructuralmente el sistema económico y recolonizaron gran parte del viejo mundo colonial. Esta crisis surgió como consecuencia del estancamiento económico de Estados Unidos después de la guerra de Vietnam, combinada con la primera crisis del petróleo, y resultó en la devaluación del dólar y el alza de las tasas de interés. En ese momento, la decisión de Richard Nixon de desvincular el dólar estadounidense de los metales preciosos, e introducir el sistema de regímenes de moneda flotante que había dominado la economía mundial desde 1971, marcó el comienzo de una nueva fase de la historia financiera.
Inmediatamente, esto provocó que el precio del oro se disparara. Por supuesto, Estados Unidos poseía una gran proporción de las reservas de oro del mundo, mientras que los países más pobres mantenían sus tenencias en dólares, convertidos en papel mojado. Como señala Silvia Federici en su artículo «Del común al endeudamiento: La financiarización, el microcrédito y la arquitectura cambiante de la acumulación de capital», este ajuste enterró regiones enteras en una deuda que, lejos de extinguirse, no ha dejado de crecer. Las consecuencias de la crisis de la deuda simplemente impulsaron un nuevo orden que pasó de la industrialización a la exportación global y reestructuraron una economía política que canaliza sistemáticamente recursos desde África o América Latina hacia Europa, Estados Unidos y China.
Sin embargo, estas relaciones coercitivas tienen una larga historia. En Debt: The First 5,000 Years (Deuda: Una historia alternativa de la economía), David Graeber explica cómo, durante siglos, la deuda ha articulado las conexiones entre capital y trabajo, aumentando la explotación y convirtiendo comunidades basadas en la reciprocidad en esclavitud mutua. Esta historia se remonta a (y se extiende desde) las revueltas de los deudores contra la subyugación en la antigua Atenas del siglo VI a. C.; la Roma del llamado «ejército de deudores» contra los patricios en el año 63 a. C.; el sistema de trabajo de la tierra y el culto obligatorio –mita– de las regiones andinas durante el periodo colonial del siglo XV; la deuda pública de la era moderna como palanca de acumulación de capital estatal a fines del siglo XIX; la Gran Depresión de 1929; la crisis de las hipotecas de alto riesgo de 2008; y hasta la actual situación de excepcionalidad de la COVID-19.
Si uno observa la historia de la deuda, como señala Graeber, lo que descubre es una profunda confusión moral. Una lucha que ha tomado la forma de conflictos que giran en torno al bien y al mal, a menudo envueltos en una pátina religiosa y en la creación de mitos de comportamiento sobre nuestra inherente pulsión hacia el trueque. Este discurso ha desplazado la discusión ideológica sobre la deuda con respecto al poder y la violencia, su matrimonio con la guerra. Su lógica de consumo ha propiciado renovados debates de identidad que han fragmentado a la clase trabajadora. Mientras, la desigualdad global sigue dando paso a la brecha entre quienes tienen recursos y quienes no los tienen, quienes pueden hablar y quienes no lo hacen. Las sociedades han superado una lucha por el reconocimiento que pone en marcha una crisis de representación de dimensión incierta, y que da lugar a la comercialización de la diferencia, lo que Daniel Bernabé llama «la trampa de la diversidad». La desigualdad y el individualismo operan como «coartada para hacer éticamente aceptable un injusto sistema de oportunidades y fomentar la ideología que nos deja solos ante la estructura económica, apartándonos de la acción colectiva». En este escenario –donde, por el contrario, existe una disputa legítima y largamente esperada en torno al sujeto «subalterno», que como apuntara Gayatri Spivak no es una palabra elegante para el «oprimido»–, la polarización populista solo refuerza las grietas de un consenso imposible. Un antagonismo inherentemente político obstaculiza las posibilidades de la política, entendida como un ejercicio de correlación de fuerzas que posibilita la sintonía entre comunidades que, sin embargo, en su continua sospecha hacia un otro, se devuelven la mirada. Las secciones que siguen estas líneas serán un ejemplo de ello.
No obstante, en la década de 1970, no era oro todo lo que brillaba. Las luchas financieras y sociales que dieron origen al estado de bienestar, todavía basadas en la correlación de salarios, productividad e inflación, darían paso al consenso neoliberal y al deseo aspiracional manifestado en la idea de crédito. Así, Federici nos recuerda que «la institución de una economía basada en el endeudamiento es un elemento clave de una estrategia política neoliberal como respuesta al ciclo de luchas que, en las décadas de 1960 y 1970, pusieron la acumulación capitalista en crisis, consecuencia del desmantelamiento de un contrato social que, desde el período fordista, existía entre el capital y el trabajo». Un abandono que, sin duda, no afecta a toda la población por igual. Para María Galindo, una de las artistas integrantes del colectivo anarcofeminista boliviano Mujeres Creando que participó en la muestra Principio Potosí, y al que Federici se refiere en su ensayo, las políticas de microcrédito que se impulsan en estas regiones, mediante una vasta red de Gobiernos, bancos y ONG, se centran en recuperar y destruir las estrategias de supervivencia que las familias bolivianas pobres habían creado en respuesta a la crisis. Los préstamos se otorgan a mujeres debido a su responsabilidad y vulnerabilidad frente a la intimidación. No obstante, los hombres de familia son los que los gestionan.
Este es un argumento que Federici extiende a otras geografías en las que se utilizan métodos denigratorios para aterrorizarlas: si en Bolivia algunas instituciones marcan las casas de los morosos y luego cuelgan carteles en sus barrios, en Níger los bancos exhiben fotografías de sus deudores, y en Bangladesh las ONG arrancan puertas, suelos y tejados para venderlas, con el fin de recuperar la deuda. Castigos y sanciones que, como dice Lamia Karim, incluyen azotes, derrames de alquitrán, afeitado de pelo o escupitajos en público. Arrebatar la olla grande en la que cocinan el arroz para alimentar a toda la familia es también una práctica común. Como recuerdo en mi ensayo «Estimulantes: circulación y euforia», en el que especulo sobre la historia de las sustancias activas en relación con su pasado colonial, la deuda parece inseparable de la culpa. En alemán, schuld significa ambas cosas.
Como agitadoras callejeras, Mujeres Creando realizan acciones y creaciones que trastocan los procesos asimétricos que sufren las mujeres subalternas, subordinadas y colonizadas. Mientras, en uno de sus grafitis en la exposición que a continuación desplegaremos, rezan a la virgen: «Ave María, llena eres de rebeldía». Sin embargo, «para terminar con el juicio de Dios», que diría Antonin Artaud, solo hace falta que los hombres de la guerra armados con hierro y sangre se dirijan hacia el invisible Jesucristo, aquella «ladilla» que aceptó vivir sin cuerpo. Tras la decisión de Nixon de desvincular el dólar estadounidense de los metales preciosos, tuvo lugar la llamada «década perdida» de América Latina, resultado de la crisis de la deuda, en la que el dinero se divorció de su correspondencia material con el patrón oro para imprimir más billetes fiduciarios –basados en la fe comunitaria–para así pagar las guerras.
Pero la táctica de Nixon comenzó a tambalearse. El imperialismo de la deuda se enfrentó a un movimiento igualmente global de rebelión social y fiscal en Asia Oriental y América Latina. Para el año 2000, estos países habían comenzado un boicot sistemático y, en 2002, Argentina cometió el pecado capital: incumplieron y se salieron con la suya. Las traumáticas consecuencias de estas experiencias son el punto de partida de un proyecto que llevará a nuestros protagonistas a desarrollar la siguiente investigación sobre el capitalismo global. Y así, en un mundo dualista de inocentes y culpables, de servidores y profetas, encontramos cada vez más dificultades a la hora de abordar las complejidades que surgen de los procesos de desigualdad arraigada que han desmantelado los estados de bienestar y han financiarizado la reproducción de nuestras vidas. Lógicas que incrementan la precarización en su sentido etimológico, lógicas precarias, plegarias por lograr recursos que permitan el sustento de la vida en la tierra que cada uno pisa, se han deslizado por todas las geografías, también en Occidente.