No cabe duda de que estas distintas respuestas contribuyen a una historia dualista de representación, inclusión, integración o incorporación, apropiación o incluso cooptación, como diría Pablo Lafuente respecto a la primera exposición paradigmática de este tipo, Magiciens de la terre (1989), en una publicación titulada Making Art Global (Part 2) (2013). En otras palabras, a una historia de cualquier cosa que no haya surgido desde adentro, como este texto.
«Este marco, aplicado a la historia de las exposiciones contemporáneas, proporcionaría una narrativa histórica articulada en términos de lucha, no de clase, sino de identidades nacionales, continentales, geográficas y culturales, a lo largo de ejes jerárquicos más o menos definidos: Occidente y Oriente (o Occidente y el resto), Norte y Sur (global), contemporaneidad y tradición, desarrollada y subdesarrollada…».
Esta narrativa histórica articulada en términos de lucha bien puede comenzar en el siglo XVI con los zoológicos humanos, hasta las exposiciones mundiales del siglo XIX. Sin embargo, no se impugnó hasta la década de 1980. La envergadura y ambición de proyectos como Magiciens de la terre (1989) –pero también Primitivism (1984) o Cocido y Crudo (1994)–, así como sus repercusiones en cuanto a ideas y producción, generarían una serie de polémicos y dramáticos cambios en las obras de arte, discursos curatoriales y políticas de adquisición, que a su vez modificarían el contexto de la producción de arte contemporáneo. Como resultado de una arena cultural, política y económica más amplia, surgieron enfoques epistemológicos divergentes que desafiaron la historia del arte occidental y sus fundamentos modernistas. Porque, como apunta Catherine David sobre Magiciens de la terre, «la modernidad es un fenómeno complejo lleno de pliegues que debemos desplegar teniendo en cuenta temporalidades que no se solapan […] no hay gente en el presente que viva en el pasado», así que aquí estamos, en desacuerdo juntas. A partir de esta dicotomía, se comenzarían a organizar exposiciones de esta naturaleza, perturbando la noción tradicional de pertenencia.
«Pero esta historia de la representación solo cuenta una fracción de la historia. En parte debido a las urgencias políticas en la motivación de (al menos un gran porcentaje de) estas exposiciones, y también como efecto del discurso de las políticas de identidad que se construyó en torno a ellas (tanto por los organizadores de las exposiciones como por sus críticos), lo que a menudo se olvidaba era una consideración de lo que podría decirse que constituye el aspecto esencial del medio de las exposiciones: el display. Con esto no me refiero al ejercicio de selección, ni al asunto de quién tomó las decisiones sobre esa selección y fue el autor del marco conceptual, sino a la articulación real de un conjunto específico de relaciones entre objetos, personas, ideas y estructuras dentro de la forma expositiva. El display, y los principios que rigen su articulación, proponen un discurso que a veces se contradice con el discurso que envuelve la exposición. Solo al abordar los dos juntos surge una imagen completa de la posición real de la exposición en relación con esta historia de lucha por la identidad. Y no solo esto. Al considerar el display en lugar de la identidad y la representación, y la forma en que el display representa este movimiento de inclusión y exclusión, podemos intentar mirar esta historia “parcial” de la lucha por la identidad como algo más que eso: como un medio para comprender algo acerca de la naturaleza de los mecanismos del “arte” y la “exhibición”. […] La historia de la inclusión en el contexto del arte contemporáneo (occidental) de lo que viene del exterior (en forma tanto de productos culturales como de productores) ofrece una ventana privilegiada desde la que comprender y, por tanto, intervenir en el propio sistema del arte contemporáneo».
La inclusión del artista o productor cultural como agente activo dentro de la exposición contemporánea –en lugar de como sujeto presentado y, en consecuencia, como figura cosificada o fetichizada– sería una novedad histórica que daría continuidad a los debates iniciados a finales del siglo XX con la exposición When Attitudes Become Form (1969). Este fue un enfoque radical de la práctica de la realización de exposiciones como medio lingüístico y la del curador como autor. Sin embargo, estas disputas sobre la horizontalidad y la agencia, en términos de colaboración dadas alrededor de Principio Potosí, se presentan bajo los parámetros de la teoría política, es decir, como dinámica antagónica: un modo constante de enfrentamiento basado en el hecho de que lo que se está negociando no es la materialidad de la exposición, sino las voces autorales a las que se les permite hablar y a las que se obligan a callar.
En «Transhistoric Display and Colonial (Dis)Encounters» («Exhibición transhistórica y (des)encuentros coloniales», 2018), las investigadoras María Íñigo y Olga Fernández concluyen que para visibilizar los marcos que configuran exposiciones como Principio Potosí sería necesario no considerar elementos arraigados en otras culturas desde nuestro propio prisma; es decir, debemos ser capaces de aprehender otras perspectivas históricas, otras metodologías, aceptando que la visión no puede reducirse únicamente a nuestra propia mirada. Esta conclusión nos lleva a un interrogante ineludible: ¿Cómo articular una «ética de la mirada» que no sucumbe a dinámicas extractivistas y de la que se pretende escapar? ¿En qué momento esa mirada compartida, atenta y cuidadosa transforma el objeto custodiado en fetiche? Porque, como describe Creischer,
«Todo parece indicar que en ambos casos nosotros mismos somos los detonantes de un proceso que llamamos “fetichización”, es decir, de una atribución de valor que siempre es hostil a su entorno porque puede representar una amenaza para las comunidades cuyos cuadros fueron robados, ya sea por bandas de compradores privados, por el propio gobierno o por los museos nacionales europeos».
«¿Es posible realmente que se dé una interlocución horizontal cuando las cosmovisiones están siempre sometidas a una codificación o traducción desde Occidente?». Íñigo preguntó recientemente a la escritora maya Aura Cumes: «El problema es que quizás estamos hablando de interlocución horizontal pero con distintos temas. Yo estoy hablando de la construcción conjunta de sociedades donde lo colonial sigue teniendo vigencia y necesita ser superado. Si tú estás hablando de conocer otras cosmovisiones, este es un asunto complicado porque efectivamente está siempre presente el asunto de la extracción». En este sentido, ¿acaso Principio Potosí comprendía en última instancia una cosmovisión indígena o, por el contrario, abordaba el reensamblaje asimétrico de lo social? La apuesta por los modos de producción y circulación del presente me hace inclinarme hacia este último: afirmación que, supongo, me lleva a caer en la trampa de la que habla Romero. Sin embargo, Cumes continúa advirtiéndonos de los peligros de invertir tantas energías en destruirnos unos a otros, criticando «la competencia dentro de sectores, activistas y artistas indígenas, por la acción irresponsable de personas blancas, mestizas o extranjeras, que vienen a nuestros países y usan su poder para decir quién es más importante».
En las dos últimas décadas del siglo anterior, conceptos que han emergido de los debates poscoloniales, como la hibridación, la criolización o la diáspora, contribuirían a confundir las tecnologías convencionales de mediación y exhibición de los objetos. El énfasis en estos movimientos supuso un entrelazamiento de teorías poscoloniales con propuestas de Bruno Latour, que tomaba de las cosmovisiones indígenas la personificación de objetos y, por ello, como estos, se colocan a un mismo nivel que los humanos, poniendo en movimiento actantes rizomáticos que indudablemente arrojarían luz sobre las tensiones entre pueblos, sus objetos e instituciones que presentan estos objetos. Así, para Lafuente, lo que estaría en última instancia en cuestión es el ámbito de las agencias.
«La lucha en esta ocasión ya no es una lucha entre individuos, sino entre individuos y objetos, objetos que pueden estar dispuestos a actuar de cierta manera, y que los curadores hacen actuar de una manera que podría ser contradictoria con esa forma. El fantasma en esta discusión […] es el contexto; la pregunta que se cierne en segundo plano es si los objetos pueden (o quieren) diferenciarse de su contexto original sin verse obligados a hacerlo».
Este enfoque abre otro tipo de «concepción histórica» que superaría el debate reduccionista sobre a quién se le permite hablar –porque, por supuesto, todos podemos hacerlo–, desplazando la representación hacia la atención basada en la consideración mutua entre cuerpos humanos y no humanos. Lo que está en juego, si nos hacemos eco de Teresa de Lauretis, no es quién habla, sino cómo cambiar el marco desde el que se habla. El fantasma, en esta discusión, es efectivamente el medio, entendido como aquello que rodea la discusión, el entorno, pero también su materia.
Para Cumes, «la espiritualidad maya reproduce el sentido de la vida donde la existencia es un todo indivisible, interrelacionada e interconectada». El medio ambiente y el comportamiento van de la mano porque no existe una ecología sin su correspondiente etología. En términos de Haraway, esta ecología relacional surgiría de los nudos del juego de cuerdas, cuyas figuras nos llevarían a reconfigurar nuestros esfuerzos colectivos hacia la «narración de historias para la supervivencia terrícola». Haraway dice que el juego de cuerdas es un modelo para pensar con los demás cómo contar otra historia y cómo contribuir al trabajo de aquellos que ya están contando historias. Lo único que se puede hacer en el mundo que habitamos es rebelarnos y para eso, dice, también necesitamos un tipo de marxismo imaginativo que entre en el juego con el que pensamos. Dado que ninguna exposición puede contar la historia completa, una rebelión de intervalos juega un papel fundamental en la provisión de una ecología del cuidado dentro de las estructuras que no podemos gobernar. Entre ellas se encuentran las instituciones de capital internacional mencionadas al comienzo de este ensayo, que decidieron crear un nuevo orden del mundo; uno en el que la desigualdad y el individualismo operan como coartada para perpetuar un sistema injusto que sigue alejándonos de la acción colectiva. La ambivalencia de las posiciones de los artistas presentes en Principio Potosí, que cruzan permanentemente la barrera entre artista, curador y activista, debe entenderse en relación con esto. Como reconoce Godoy, «es ahí donde reside de forma más incisiva el potencial poético y político de la reversión de la historia, articulado de forma espacial simultáneamente como yuxtaposición y desacuerdo». En definitiva, esto subraya la razón por la que «sus planteamientos no dejaban de ser urgentes y necesarios en el contexto de celebración acrítica de los bicentenarios».
Antes de Principio Potosí, exposiciones como Lotte or the transformation of the object (1990), comisariada por Clémentine Deliss; Núcleo Histórico, de la XXIV Bienal de São Paulo (1998), comisariada por Paulo Herkenhoff y Adriano Pedrosa; o documenta 12 (2007), organizada por Ruth Noack y Roger Buergel, tendrían como objetivo promover una política constituyente de la atención y reivindicar una noción de práctica que fomente la creación de la sociabilidad como una forma encarnada de producción de conocimiento, cuya materialidad es tan importante como su capacidad discursiva de emergencia e investigación. Desde 2010, debemos agregar a estas historias de exhibición el programa en el MUSEF, bajo el cuidado de Espejo y construido sobre el hermoso tema del «cuidado mutuo»; el trabajo de Francisco Huichaqueo sobre las comunidades mapuche; Foreign Exchange (or Stories You Wouldn’’ Tell a Stranger), de Deliss; la exposición cocurada por Lafuente y la guaraní Ñandeva Sandra Benites Dja Guata Porã: Indígena de Río de Janeiro; y, entre otros, Actually, the Dead Are Not Dead, de Romero, sobre la superación de los mundos binarios y la redefinición de las alianzas con los que ya no viven.
Es precisamente en los objetos dentro de la exposición donde confluyen redes de fuerzas e historias muy diferentes, por lo que deben verse como artefactos impuros que necesitan un acto político de traducción, uno que sea capaz de visibilizar los hilos de la figura de cuerda y las estructuras que los cruzan y sostienen. Lafuente nos recuerda que lo que comparten estos despliegues es la incorporación de un objeto artístico, cultural o primitivo, que se niega a determinar qué es o cómo debe leerse. En definitiva, en lugar de asegurar la visibilidad o fortalecer las identidades, se desplaza o reproduce una «zona de contacto» o «migración de forma» en la que el movimiento favorece la rearticulación tanto del contenido como del contenedor. Esta migración de forma introduce la esfera pública en la ecuación, cuya agencia, a su vez, contribuye a desarrollar nuevas formas de entender cómo los objetos y los productores culturales de cualquier origen pueden relacionarse y trabajar juntos.
En cuanto a la resistencia, mucho ha cambiado en la última década desde que Principio Potosí inaugurara su primer episodio, y desde entonces han vuelto de nuevo debates que parecían agotados. Sin embargo, el consenso no siempre fluye en estas zonas de contacto emergentes. El poder sospechoso y desigual subvierte la reciprocidad. A través del fortalecimiento de relaciones y alianzas transversales –haciendo visibles y tangibles las realidades vividas sin caer en la trampa–, los legados históricos de desconfianza más allá del museo pueden y deben superarse. Estas muestras reflexionan sobre las estrategias, posiciones y problemáticas de una exposición en la que el espacio del museo se convierte en un puente donde emergen provocaciones que apuntan a territorios que no son solo espacios físicos, sino también cuerpos en movimiento; cuerpos que construyen su forma de ser; un territorio de moralidad y cambio donde los espectros del pasado y el futuro se comunican, y como tal debemos rendir cuentas. Porque, en definitiva, una conciencia conciliadora entre el pasado extractivista, o apropiacionista, y los lugares de enunciación de quienes ellos mismos cuidan, custodian y curan requiere reciprocidad y negociación. Y lo hace, en particular, si aceptamos el museo como un espacio para la imaginación civil, compartiendo la opinión de que se debe fallar mejor si se está dispuesto a comprometerse cuidadosamente con comunidades diversas y «remediar», en términos de Deliss, del mismo modo que lo hacen los hospitales públicos. La noción de exhibición queer o flamenca podría, en mi opinión, contribuir a redefinir estas estructuras temporales que son las exposiciones por definición, estos «campos» donde las narrativas en torno a las diferencias sociales y raciales se superponen rápidamente. Esta es una paradoja y una ambigüedad que siempre existirá y, por ello, necesitará una política de la atención para constantemente reinscribirse.