Conclusiones

Aunque todavía insuficiente, la paulatina intervención de la agencia afrodescendiente en el tejido institucional del campo cultural cubano, desde el segundo lustro de los años noventa hasta la actualidad, ha abierto un debate sobre el racismo que se ha ido extendiendo a otras esferas de la sociedad, y ha copado incluso prácticas comunitarias en espacios de afroemprendimiento autogestionados y activismo antirracista en diferentes barrios y ciudades del país.

«El distanciamiento de las singularidades de “clase” o “género” como categorías conceptuales y organizacionales primarias ha dado por resultado una conciencia de las posiciones del sujeto (posiciones de raza, género, generación, ubicación institucional, localización geopolítica, orientación sexual) que habitan todo reclamo a la identidad en el mundo moderno. Lo que innova en la teoría, y es crucial en la política, es la necesidad de pensar más allá de las narrativas de las subjetividades originarias e iniciales, y concentrarse en esos momentos o procesos que se producen en la articulación de las diferencias culturales. Estos espacios “entre-medio” (in-between) proveen el terreno para elaborar estrategias de identidad (selfhood) (singular o comunitaria) que inician nuevos signos de identidad, y sitios innovadores de colaboración y cuestionamiento, en el acto de definir la idea misma de sociedad».

Homi Bhabha. El lugar de la cultura, op. cit., pág. 18.

Los museos de arte moderno y contemporáneo son dispositivos institucionales que responden a las ideologías de sus comitentes. Si pensamos en la cronología del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, observaremos una datación que sitúa su actual función hacia las décadas de los cincuenta y sesenta, teniendo desde entonces diferentes etapas en su gestión y concepción. En Cuba, la institución se supedita directamente a la política cultural del país, que ha comprendido como una acción prioritaria servir a los intereses de propaganda política de la Revolución y narrar mediante sus exposiciones permanentes la historia épica de la nación.

Ya sea por responder al relato nacional desde la perspectiva de la Revolución, ya por la idea de igualdad social, ya por representar las narrativas de blanqueamiento social de los estamentos criollos establecidos en el poder tras la independencia del dominio colonial que atraviesan la historia del siglo XX cubano, introducir en esta institución un debate sobre el racismo en la sociedad contemporánea insular equivale a una intervención radical hacia el interior del museo. Sus salas de exposiciones se convierten, por un tiempo acotado y efímero, en zonas de contacto, fronteras donde se escenifica la colonialidad presente en este tipo de institución patrimonial y por extensión en el tejido social del país. Esos otros cuerpos que invaden los muros sagrados del museo despliegan con su irrupción sus propias «expresiones autoetnográficas».

«Estas expresiones se refieren a instancias en las que los sujetos colonizados [o sobre los que se ejerce de manera más directa las violencias múltiples de la colonialidad epistémica] emprenden su propia representación de maneras que se comprometen con los términos del colonizador. Si los textos etnográficos son un medio por el cual los europeos representan para ellos mismos a sus (usualmente subyugados) otros, los textos autoetnográficos son los que los otros construyen para responder a esas representaciones metropolitanas o para dialogar con ellas».

Mary Louise Pratt. Ojos imperiales… op. cit., pág. 35. Las cursivas corresponden a la cita original y los corchetes a la autora de este texto.

La ausencia de exposiciones de similares características en la historia previa del museo no es un dato neutral, sino que carga todo el lastre colonial que hereda la institución de una permanente voluntad de blanqueamiento en las representaciones de los relatos nacionales durante todo el siglo XX, con la omisión o el ocultamiento reiterado de las construcciones formales e informales del racismo. Por ende, tampoco resultan parciales las operaciones de desarticulación discursiva y decoloniales que implican estas exposiciones a las que nos hemos aproximado. La pregunta que continúa siendo pertinente es: ¿hasta qué punto estos cronotopos que configuraron las exposiciones, en tanto que zonas de contacto y forcejeos de las agencias políticas de los cuerpos negros, han logrado incidir de manera constructiva en una rearticulación de los modos de representación en las colecciones y salas del museo de las diferentes subjetividades en pugna por un espacio de enunciación propio?

¿Han contribuido, efectivamente, estas exposiciones a una política de exhibición y programación donde se advierta una mayor inclusión y atención al debate sobre el flagelo del racismo en la sociedad cubana? ¿Han sido dichas muestras apenas un ejercicio para cumplir cuotas o jugar con temas que en las dos últimas décadas han alcanzado notable relevancia en la esfera pública internacional? Y, no menos importante, ¿cómo se trasvasa ese discurso decolonial que ha fracturado la sosegada calma del museo a la agenda política local y nacional, y a la propia estructura administrativa de la institución, a las condiciones de visibilidad y agencias plurales de quienes en ella trabajan, muchas veces en condiciones de desigualdad que limitan el acceso y derecho a un acto elocutivo con voz propia?

«Autores como James Clifford han propuesto considerar los museos y las exposiciones como zonas de contacto, un concepto que sitúa la noción de frontera en el centro del debate […] Para Clifford, lo que debe reactualizarse no es el encuentro entre los objetos, sino entre los agentes que han participado y siguen participando de este contacto asimétrico, en concreto, entre los conservadores de los museos y los herederos de las comunidades que produjeron los artefactos».

Olga Fernández (2020). Exposiciones y comisariado. Relatos cruzados (pág. 152). Madrid: Cátedra.

Precisamente, por esa urgencia que mencionaba Clifford en la necesaria relación entre los conservadores y garantes de la memoria cultural, en el seno de las instituciones a cargo de la protección patrimonial en los contextos nacionales –por ambivalente que nos pueda resultar el concepto de nación– y los productores de sentido de las comunidades representadas en sus relatos hegemónicos, es por lo que resulta tan sugerente la última exposición que hemos abordado: Nada personal, en su diálogo con la muestra paralela Isla de azúcar, ambas en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba. Primero, por el desplazamiento desde el ámbito del comisariado independiente hacia un discurso que se hilvana desde el propio centro de la Institución Arte cubana; y segundo, por el conjunto de plurales voces y agencias que van a confluir en esas exposiciones para contestar desde la diversidad de los cuerpos y agencias afrodescendientes las representaciones historicistas y racializadas de los cuerpos negros.

En nuestra imaginación antirracista, el asalto político de los cuerpos negros al cubo blanco debería dejar de ser un hecho ocasional y sorprendente que despierte interés en reducidos círculos de historiadores, sociólogos, curadores y artistas preocupados por los discursos etnorraciales y por una construcción historiográfica decolonial de las prácticas artísticas y la crítica institucional en el campo del arte contemporáneo. Muchas de esas exposiciones tendrían que dejar de producirse solo en las instituciones de las antiguas metrópolis coloniales y por curadores llenos de buenas intenciones, pero todavía demasiado fascinados por el «color local». No apelamos a una práctica del comisariado que fije su exégesis en el esencialismo etnorracial, sino a redes de colaboración y solidaridad en las que las proyecciones disciplinares y de la teoría tiendan puentes a la agencia y el activismo político afrodescendiente, para que se normalicen las dinámicas museísticas en las que los cuerpos negros no devengan objeto de representación en la institución arte, sino que sean ellos mismos quienes construyan las instituciones artísticas.