A partir de los conceptos «zona de contacto» (1991), de Mary Louise Pratt, e «in-between» (1994), de Homi K. Bhabha, este texto propone un acercamiento a aquellos gestos de la agencia política afrodescendiente que han ocupado el espacio del museo, introduciendo cuerpos negros, prácticas culturales y memorias de la diáspora africana en el interior de uno de los dispositivos epistemológicos primados del sistema mundo moderno/colonial de género. Se realizará un paneo e inventario parcial sobre una serie de exposiciones temporales que en los últimos años han planteado la visibilidad de la negritud y las producciones simbólicas de la diáspora africana en instituciones marcadas por la colonialidad occidental y el racismo sistémico de la mirada heteropatriarcal blanca, tensionando la institucionalidad estructural del museo de arte moderno y contemporáneo mediante una crítica decolonial localizada en el contexto de Cuba.
Deseamos iniciar este texto puntualizando el modo en el que en las siguientes páginas trabajaremos con algunos conceptos y categorías móviles de los estudios poscoloniales y la teoría decolonial. A partir de dichos enunciados formularemos algunas interrogantes cardinales con las que intentamos pensar las imágenes de los cuerpos negros que se han producido en el contexto de un grupo de exposiciones de arte cubano en torno a la agencia afrodescendiente y la diáspora africana en la transición de los siglos XX–XXI.
La denominada Cuba postsoviética es un escenario interesante para pensar los profundos cambios sociales y económicos que acontecieron en la isla a partir de los años noventa del pasado siglo. Dichas transformaciones estructurales en la economía del país, tras el colapso del socialismo real en la Europa del Este, agudizaron las diferencias de clase en una sociedad socialista donde el proyecto revolucionario triunfante en 1959 se había proclamado falazmente como un modelo ideal de nación basado en la igualdad para todos sus ciudadanos. El discurso oficial ocultó la persistencia de un racismo histórico como parte estructural del contexto poscolonial insular. En el siguiente apartado explicaremos más detalladamente cómo se produjeron esas modificaciones en la esfera social cubana y el impacto que tuvieron en las precarias condiciones de vida de la población en general y en las comunidades afrodescendientes en particular. Analizaremos también la manera en la que las exposiciones de arte contemporáneo, organizadas a partir de esos años para hacer visible la agencia de las personas afrocubanas, se convertirían en una plataforma pionera de denuncia sobre el creciente racismo en la isla, encabezando el debate por los derechos de ciudadanía de las personas afrodescendientes.
A lo largo de este texto, operaremos con el concepto de agencia a partir de las significaciones de la teoría social contemporánea, donde el sujeto deviene un actor social colectivo que se constituye en la acción política «post-identidad» y se desplaza de aquellos discursos esencialistas en los que se fijaba la subjetividad como una formación trascendental, inamovible, estructurante y constituyente per se. La agencia política alude a la capacidad de actuar de un sujeto en comunidad y situado históricamente en un marco definido por relaciones de poder que lo subalternizan y que prescriben sus derechos de ciudadanía. Agencia en tanto que empoderamiento, competencia para decidir, potencia de acción movilizadora de afectos compartidos en un contexto normativo. Agencia como pulsión contrahegemónica, para revertir un poder que incide sobre el sujeto dentro de una relación de poder, como posibilidad de una práctica política. El profesor de psicología social José Enrique Ema López argumenta que,
«frente a la preeminencia de posiciones epistemológicas ontológicas y políticas neutrales y objetivas, la agencia, en tanto que mediación, nos permite atender a los lugares de enunciación y localizar y comprometernos con ellos como fundamento ético-político precario e inestable para la acción, pero de cualquier manera situado y no neutral.»
Ved también
Anthony Giddens (2000). La constitución de la sociedad: bases para la teoría de la estructuración. Buenos Aires: Amorrortu.
Cuando hablamos de agencia histórica de una consciencia afrodescendiente, nos referimos a la capacidad de constitución y devenir de la acción de un sujeto político que analiza las marcas de su subalternización en los relatos históricos; así como al posicionamiento crítico, la denuncia y la movilización en busca de un cambio frente a la prolongación del estigma social y el estereotipo de la mirada sobre el cuerpo negro. Aludimos a las formas de exteriorización y producción simbólica que dan voz a esa agencia en el desmontaje de las articulaciones del racismo en la sociedad contemporánea y a la vindicación de una herencia que se conecta con la diáspora africana para recuperar la memoria traumática de la trata esclavista como origen de una reterritorialización de prácticas culturales, donde el componente étnico es fundamental como testimonio del continuo ejercicio de sometimiento del cuerpo racializado negro; pero también aludimos a la creciente voluntad emancipatoria que devino la otra cara de la colonización y la modernidad en plurales espacios de resistencia organizada.
En 1993, se publicó el paradigmático ensayo The Black Atlantic. Modernity and Double Consciousness, del sociólogo inglés de ascendencia guyanesa Paul Gilroy. Este introducía en el texto una crítica al marco de los estudios culturales, que normalmente está circunscrito a operaciones de revisión de relatos culturales insertos en la lógica del Estado nación. Al respecto, el argumento de Gilroy advertía de las limitaciones de los modelos nacionalistas de interpretación de la historia cultural para comprender las producciones del «Atlántico negro». Con este concepto histórico-cultural, Gilroy define un cronotopo y un espacio geopolítico «glocal» marcado por la emergencia de prácticas interculturales y transnacionales que darán forma y agencia a la diáspora africana.
Identificamos la diáspora africana como la configuración transnacional de comunidades afrodescendientes que poseen una experiencia histórica y memoria comunes marcadas por el trauma del comercio triangular de la trata esclavista en el eje Atlántico (Europa-África-América); la violencia de la economía de plantación como epítome de las relaciones de poder del sistema mundo moderno/colonial y de género; y la lucha por la emancipación y los derechos de ciudadanía de los y las afrodescendientes frente a la exclusión social, el racismo y el colonialismo interno, que persistió tras las guerras de independencia y la abolición de la esclavitud en el continente americano, como parte de la estructura fundacional de los proyectos modernos de Estado nación.
El autor argumenta la presencia de una consciencia africana trasnacional inscrita en las sociedades occidentales desde los primeros momentos de la trata esclavista, que rebasa posteriormente los límites del Estado nación para situarse en la intersección local-global. Ello significa la deconstrucción del sentido del negro esclavo como objeto-mercancía en el tránsito a través del Atlántico y la reconstitución subjetiva de este como agente de memoria y comunidad cultural, con consciencia política, o al menos emancipatoria, una vez situado ya en el territorio de las colonias.
«Gilroy propuso la utilización del concepto de Atlántico Negro como un espacio cultural transnacional en el cual los miembros de la comunidad imaginada no sólo responden a un pasado africano común, sino también a una doble consciencia que los pone en la disyuntiva ontológica de ser africanos, pero a su vez europeos u occidentales en términos culturales.»
Un doble vínculo con el que discursar desde una postura oposicional y crítica a la modernidad –ya que aquella constituye el andamiaje epistémico del colonialismo y de la esclavitud–, pero con una voz y una experiencia modernas. El Atlántico negro, definido como espacio geopolítico, será el territorio en tensión y negociación a partir del cual se constituye la diáspora africana.
«[…] por más modernas que puedan parecer, las prácticas artísticas de los esclavos y sus descendientes tienen también sus cimientos fuera de la modernidad. La invocación de la anterioridad como antimoderna es más que una floritura retórica constante que liga la africología contemporánea con sus precursores decimonónicos. Estos gestos expresan una memoria de la historia anterior a la esclavitud que puede, a su vez, hacer de mecanismo para destilar y concentrar el contrapoder de aquellos sometidos al cautiverio y sus descendientes. Por lo tanto, esta práctica artística está, ineludiblemente, tanto dentro como fuera de la dudosa protección que la modernidad ofrece. Es posible analizarla en relación con formas, temas e ideas modernos, pero porta su propia crítica inconfundible de la modernidad, una crítica fraguada a partir de las experiencias particulares que conlleva ser un esclavo racial dentro de un sistema legal, y que se reconoce como racional, de trabajo no libre. En otras palabras, esta formación artística y política ha llegado a disfrutar de su medida de autonomía con respecto a lo moderno: una vitalidad independiente que procede de la cadencia sincopada de las perspectivas filosóficas y estéticas no europeas y de las secuelas del impacto de estas sobre las normas occidentales […]
La preocupación por la asombrosa duplicidad que resulta de esta posición única (dentro de un Occidente ampliado, pero no por completo parte de él) constituye una característica definitiva de la historia intelectual del Atlántico negro.»
A partir de esa condición compartida, Gilroy propone repensar la modernidad occidental por medio de la contracultura de la diáspora africana y lo que él llama los «modernismos del Atlántico negro», rebasando los esencialismos nacionalistas del Estado moderno y cualquier etnoesencialismo cultural para comprender la potencia política de prácticas híbridas, sincréticas y multiculturales que dan sentido a la pluralidad de subjetividades subalternas que habitan en la historia del Atlántico negro y que han sido objeto reiterado de exclusión y marginación en los relatos de la nación en las Américas y el Caribe. Frente al silencio o la tímida alusión en los textos fundacionales de la modernidad al problema central del racismo y la esclavitud racial como sostén del andamiaje universal del sistema de género moderno/colonial y el avance del capitalismo, el teórico propone ejemplos clave de modernismos específicos del Atlántico negro en filosofía, literatura y música –muestra elocuente de ello son: la obra literaria del escritor y político estadounidense Frederick Douglass, cuya célebre autobiografía Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave (The Anti-Slavery Office, Boston, 1845) se convirtió en un ejemplo canónico para la posterior literatura sobre biografías de esclavos, por su descripción vívida de la esclavitud y espíritu abolicionista, a la vez que desplegaba todos los recursos literarios y del lenguaje propios de este género; el coro de los Fisk Jubilee Singers, surgido a finales del siglo XIX y que llevó los espirituales negros por Estados Unidos y Europa; las expresiones musicales del jazz y el blues evolucionadas desde las sonoridades esclavas en las plantaciones sureñas estadounidenses, el calipso en las Antillas o la contradanza en Cuba; etc.–, cuya irreverencia y crítica a un proyecto eurocéntrico de modernidad surgen precisamente del análisis de la esclavitud negra como lógica de una razón moderna racializada, cristiana, blanca y patriarcal. Si bien Gilroy se centra en el caso anglosajón, esta relación también se hará explícita en la consolidación de la idea de progreso en los países de Nuestra América.
Para Gilroy, entonces, la respuesta y la oposición a la modernidad, en tanto que raíz del sufrimiento de la esclavitud racial, no se encuentran en una apelación esencialista, de identidad purista y premoderna, a prácticas y tradiciones de origen africano, ni en una posición afrocéntrica radical y separatista, sino en las formas creativas, híbridas, sincréticas, transculturales y mutables que encarna la resistencia epistemológica afrodescendiente en su devenir diaspórico. Siendo conscientes de que ese forcejeo identitario tiene lugar en una zona instersticial, en la brecha de un antagonismo edificado sobre ortodoxos y castrantes binarismos: blanco-negro, masculino-femenino, hegemonía-subalternidad, alta-baja culturas, polaridades de clase, género, religiosas, etc.
«Aunque esos enfrentamientos operan más allá del sistema pareado/binario y se traducen más complejos y poliédricos, en la actualidad, siguen atrapados en una relación antagonista marcada por el simbolismo de los colores, que se suma al poder cultural manifiesto de su maniquea dinámica central (blanco y negro). Estos colores sostienen una retórica especial que ha pasado a asociarse con un lenguaje de nacionalidad y pertenencia nacional, así como con los lenguajes de la “raza” y de la identidad étnica.»
De ahí que, tras los incesantes flujos migratorios que desde los años noventa se han incrementado exponencialmente bajo las condiciones de un nuevo orden mundial de posguerra fría, las denominadas zonas de contacto donde acontecían las fricciones de la invención colonial se han desplazado, deslocalizado y atomizado allí donde la situación global hace posible los intercambios desiguales entre diferentes subjetividades etnorraciales. La lingüista y experta en literaturas modernas Mary Louise Pratt definió las zonas de contacto como
«espacios sociales donde culturas dispares se encuentran, chocan y se enfrentan, a menudo dentro de relaciones altamente asimétricas de dominación y subordinación, tales como el colonialismo, la esclavitud, o sus consecuencias como se viven en el mundo de hoy.»
El Atlántico negro, cuya producción simbólica mapea Paul Gilroy, es la construcción liminal donde se gestan las zonas de contacto de la diáspora africana, desde su génesis en el esclavismo del sistema mundo moderno/colonial, hasta los actuales desplazamientos de los cuerpos migrantes racializados hacia las antiguas metrópolis del Norte Global. Con sus renovadas formas de explotación xenófobas y la sempiterna colonialidad que arbitra en la economía política del trabajo, el anciano Occidente del siglo XXI recibe así a los cuerpos negros, con el reactivado racismo de las emergentes ideologías de extrema derecha –aunque no es solo un problema asentado en el espectro político de derechas– y la connivencia de los nacionalismos exacerbados.
Si pensamos en las narrativas institucionales, los relatos historiográficos y las estructuras de visibilidad signadas para la representación cultural de los múltiples otros dentro de los marcos museales históricos del canon occidental moderno sustentado en la épica colonial, convenimos que han sido las exposiciones universales celebradas en el siglo XIX y las exhibiciones etnográficas de los siglos XIX y XX los dispositivos ideológicos que han estado a cargo de la traducción interesada de las imágenes, los objetos, las evidencias materiales, los restos documentales y las ficciones construidas sobre los sujetos, cuerpos y formas de vida colonizadas. De ahí que la entrada a las salas de exposiciones de esas otras realidades haya estado marcada por argumentos coloniales y justificaciones eugenésicas de la violencia ejercida en el trato y la representación del otro, desprovisto de cualquier tipo de agencia y subjetividad bajo el prisma paternalista euroblanco de lo exótico, la infantilización, caricaturización, evangelización o supuesta civilización de pueblos «bárbaros», y en última instancia, su radical deshumanización.
Las zonas de contacto son comprendidas, entonces, como aquellos lugares y prácticas en los que concurren culturas heterogéneas y con divergentes maneras de organización y comprensión histórica del tiempo y el espacio, así como procesos históricos diferentes; pero que necesaria o forzosamente crean una interacción en el contexto de una relación de colonialismo basada en la violencia y en una radical desigualdad.
«En esas zonas de contacto coloniales […], ser “el otro” frente a una cultura dominante supone vivir en un universo bifurcado de significación. Por una parte, es necesario definirse como entidad propia para sí mismo, eso es la supervivencia. Al mismo tiempo, el sistema también exige que uno sea “el otro” para el colonizador.»
La agencia política afrodescendiente que sitúa los cuerpos negros en el interior del cubo blanco, irrumpiendo en una genealogía modernista en la que los lenguajes del Romanticismo y de las primeras vanguardias históricas del siglo XX contribuyeron a fijar códigos fetichistas y estereotipos coloniales que persisten hasta la actualidad, hace imprescindible que retomemos algunas preguntas que Mary Louise Pratt lanzaba en su paradigmático texto:
«¿Qué hacen las personas que se encuentran en el extremo receptor del imperio con los modos metropolitanos de representación? ¿Cómo se los apropian? ¿Con qué discursos los devuelven?…»
Estas cuestiones refieren las condiciones híbridas y liminales de lo que Homi Bhabha ha definido como un tercer espacio, in-between (lugar entremedio), que pone en solfa la dicotomía pareada de lo uno frente a lo otro y cualquier tipo de esencialismo en la construcción identitaria y la producción simbólica del otro. Las interrogantes de Pratt son replicadas también por Bhabha:
«¿Cómo se forman sujetos “entre-medio”, o en el exceso, de la suma de las “partes” de la diferencia (habitualmente enumeradas como raza/clase/género, etc.)? ¿Cómo llegan a ser formuladas las estrategias de representación o adquisición de poder (empowerment) entre los reclamos en competencia de comunidades donde, pese a las historias compartidas de privación y discriminación, el intercambio de valores, significados y prioridades no siempre puede ser realizado en la colaboración y el diálogo, sino que puede ser profundamente antagónico, conflictivo y hasta inconmensurable?»
Los relatos de la nación basados en la idea de unidad e igualdad han desempeñado un rol esencial en la anulación del debate racial en Cuba en diferentes momentos históricos, como parte del monopolio de un grupo social dominante y de la administración del Estado sobre los significados de la nación. El concepto moderno de nación es interpelado desde los márgenes bajo perspectivas étnicas, lo que supone la revisión de los criterios de ciudadanía y la agencia de comunidades locales que descifran las zonas de contacto desde las que han sido pensadas y desde las que se piensan a sí mismas. Estamos interesados en aquellas representaciones de las agencias afrodescendientes que interrogan los relatos de la nación cubana sedimentados como un todo orgánico y sin fracturas en la supuesta linealidad histórica del proceso de independencia, que una parte mayoritaria de la historiografía producida en Cuba tras el triunfo revolucionario ubica en el inicio de la guerra de los Diez Años en 1868 contra el dominio colonial español y que prosigue hasta 1959, con la victoria definitiva de la Revolución cubana sobre los sucesivos Gobiernos republicanos al servicio de los intereses neocoloniales estadounidenses. Especialmente, porque las gestas independentistas tuvieron su cara menos visible en la acción emancipatoria afrodescendiente, que convertiría a los esclavos africanos y a sus descendientes en mayoría dentro las tropas cubanas. Paradójicamente, esa presencia mayoritaria ha devenido una nota marginal en la reconstrucción de la epopeya nacional, y los cuerpos negros han quedado escondidos detrás del manto teleológico que implica «hacer patria» en un «socialismo postcolonial en el Caribe». Las exposiciones que comentaremos en el siguiente apartado han tratado de reinscribir esos cuerpos en una historia inclusiva de la agencia etnorracial afrodescendiente, que ni siquiera las ciencias sociales ni las humanidades han podido llevar al debate público hasta hace muy poco tiempo. Así, las salas de exposiciones, dependientes del Ministerio de Cultura y supeditadas a la política cultural centralizada del Gobierno, ocupadas temporalmente por dichas muestras, se han articulado como espacios «entre-medio» para las negociaciones de los y las artistas e intelectuales afrodescendientes frente al Estado.
En tal contexto, ese conjunto de exposiciones al que deseamos aproximarnos en las siguientes páginas nos empuja a continuar la deriva de las interrogantes planteadas por Mary Louise Pratt y Homi Bhabha, amplificándolas con nuestro objeto de estudio: ¿Qué imágenes de los cuerpos negros producen estas exposiciones? ¿Qué tensiones se establecen entre las imágenes de los cuerpos y las subjetividades negras representadas en dichas exposiciones y aquellos estereotipos alimentados por los productos visuales e imaginarios racistas generados en los medios de comunicación, las redes sociales y la publicidad? ¿Cómo interpelan esos cuerpos y contranarrativas los relatos normativos de la nación y sus construcciones de la identidad ideal como totalidad? ¿Quién lleva esos cuerpos al cubo blanco y en qué lugar de enunciación se sitúa? ¿Qué reverberaciones tienen esas exposiciones en la esfera pública o en qué medida reflejan el malestar y las incertidumbres de un entorno social en tiempo presente? ¿Funcionan en efecto estas exposiciones como membranas o fisuras que hacen permeable o atraviesan la angosta brecha abierta entre la calle y el cubo blanco? ¿De qué manera y bajo qué argumentos son contestados en estas exposiciones los imaginarios que configuraron la identidad clausurante del sujeto subalternizado como negro esclavo en la zona de contacto colonial; y cómo son revisadas las imágenes historicistas que, a través del archivo colonial, los grabados, los álbumes de viajeros y la pintura costumbrista decimonónica fijaron la diferencia binaria y reduccionista blanco/negro en el paisaje insular? ¿Es posible observar en las obras agrupadas en estas exposiciones lo que Mary Louise Pratt denomina una «creatividad descolonizante» que active procesos de resignificación de las identidades, desestabilizadores del orden y la herencia maldita de la epistemología colonial que ha infectado nuestra memoria histórica? Este conjunto de exposiciones trae desde el pasado los textos que han justificado la violencia racista sobre los cuerpos negros. Trabajar con esas imágenes y reinscribirlas en el presente dimensiona el llamado cubo blanco como un espacio entre-medio en el que poner en tensión los significados de autoridad política y cultural que han obliterado las plurales e interseccionales agencias afrodescendientes en el relato nacional.