En octubre de 2020, el Museo Pitt Rivers de la Universidad de Oxford reabrió sus puertas después del confinamiento por la pandemia con un cambio significativo. Se habían retirado 120 restos humanos de la exposición permanente. De estos restos, los que más despertaron controversia fueron las cabezas reducidas de los shuar y achuar de Ecuador, conocidas como tzantzas, que formaban parte de la vitrina denominada «Tratamiento de los enemigos muertos». Para muchos visitantes, este era uno de los mayores atractivos del museo, desde una perspectiva científica o como entretenimiento. Sin embargo, esta decisión respondió a una postura ética y a un esfuerzo por descolonizar el museo. ¿Qué significa esto y por qué es pertinente?
La decisión del museo se enmarcó en un momento histórico de protestas globales en contra del racismo sistémico, particularmente en solidaridad con el movimiento Black Lives Matter gestado por la comunidad afroestadounidense. Además, acogía los cuestionamientos previos realizados a esta institución como templo del colonialismo. Por ejemplo, en 2015 el movimiento internacional estudiantil Rhodes Must Fall, que propuso una campaña de remoción de la estatua de Cecil Rhodes como símbolo de la supremacía blanca, tuiteó que el Museo Pitt Rivers era uno de los espacios más violentos de Oxford porque albergaba miles de artefactos robados a pueblos colonizados en todo el mundo.
La historia de este museo nos acerca a la complejidad del problema de las prácticas de coleccionismo occidentales de los objetos de los «otros», cuya genealogía se puede rastrear en el «gabinete de curiosidades» utilizado por los nobles europeos desde el siglo XVI para exponer objetos del mundo considerados exóticos. Durante el siglo XVIII, la noción de colección se conectó con la de taxonomía particularmente desde los científicos naturalistas y, en el siglo XIX, esta visión adquirió nuevas connotaciones al aplicarse en clasificaciones etnográficas. El museo, fundado en 1884, es un ejemplo paradigmático de este pensamiento taxonómico que pretendía clasificar el mundo con criterios raciales. La colección se inició con la donación de 22.092 objetos arqueológicos y etnológicos de propiedad de Augustus Henry Lane Fox Pitt-Rivers, oficial del Ejército británico, etnólogo y arqueólogo, que los había recolectado entre 1851 y 1880. Sus condiciones para esta donación a la Universidad fueron que el museo llevara su nombre y que mantuviera un orden basado en tipologías que él había ideado y que estaban sustentadas en la corriente del evolucionismo. Como explica el antropólogo norteamericano James Clifford, este paradigma era dominante:
«Hacia el fin de siglo el evolucionismo había llegado a dominar las configuraciones de los artefactos exóticos. Sea que los objetos se presentaran como antigüedades, ordenados geográficamente o por sociedad, dispersos en panoplias o arreglados en “grupos de vida” realistas y dioramas, se contaba siempre una historia de la evolución humana. El objeto había dejado de ser primariamente una “curiosidad” exótica y era ahora una fuente de información integrada por completo al universo del Hombre Occidental. El valor de los objetos exóticos consistía en su habilidad de testimoniar la realidad concreta de una etapa anterior de la Cultura humana, de un pasado común que confirmaba el triunfante presente de Europa.»
En este sentido, las categorías de Pitt Rivers y las etiquetas que otorgó a los objetos expresan un pensamiento colonialista basado en un método comparativo para explicar la evolución lineal de tres estadios: «lo salvaje-primitivo», «lo bárbaro» y «lo civilizado». Su objetivo era esclarecer cómo se había dado la historia de Occidente, que en algún punto había sido «primitiva» pero que en ese momento representaba la cumbre de la «civilización». La mirada a las poblaciones contemporáneas estaba filtrada por ese sesgo de «atraso» que se explicaba también en términos biológicos y, por ello, se recolectaron restos humanos que serían analizados y comparados.
Así, la decisión tomada por el Museo Pitt Rivers para la remoción de estos restos se enfrenta a esta historia conflictiva pero también al presente. Según la arqueóloga belga Laura Van Broekhoven, directora del museo, los visitantes actuales que veían estas exhibiciones reforzaban un pensamiento racista y estereotipado, que no promovía una comprensión más profunda de las formas de ser de los demás. En este sentido, el museo funciona como dispositivo de negación del presente para las comunidades de las que provienen estos objetos. Esta crítica también atañe a la antropología como disciplina de producción y representación del conocimiento que está marcada por una contradicción. Como plantea Johanes Fabian en su libro El tiempo y el otro (1983), la antropología basada en el trabajo de campo etnográfico implica una interacción con personas y su reconocimiento como coetáneos. Sin embargo, cuando los propios etnógrafos representan sus conocimientos en la escritura y la enseñanza, lo hacen en términos de un discurso que sitúa conscientemente a aquellos de los que se habla en un tiempo distinto. A esta contradicción Fabian la denomina «negación de la coexistencia» (Fabian, 2006, pág. 143).
En el siglo XIX, la mirada racista construida desde disciplinas como la antropología estaba al servicio de los intereses coloniales, por eso, además de las críticas a la representación de otredad que genera el museo, es necesario cuestionar las implicaciones políticas y económicas de estos procesos en función del control de poblaciones, y los modos en los que estas ideas fueron penetrando en la sociedad europea. Como plantea el historiador alemán Jürgen Osterhammel, la noción de «raza» fue calando paulatinamente en el imaginario colectivo:
«Hacia 1900, la palabra “raza” era habitual en muchas lenguas de todo el mundo. El clima de opinión universal estaba impregnado de racismo. Por lo menos en el “Occidente” global, que en la era del imperialismo se había extendido por todos los continentes, muy poca gente ponía en duda la idea de que la humanidad estaba dividida en razas y que estas razas, por motivos biológicos, tenían capacidades distintas y, en consecuencia, un distinto derecho a dar forma autónoma a su existencia. Hacia 1800, estos ideales eran exclusivos de unos pocos grupos eruditos, aunque la práctica de las colonias y del tráfico de esclavos trasatlántico no pasaba por alto los colores de la piel. Para 1880 ya se habían convertido en un elemento básico del imaginario colectivo de las sociedades occidentales.»
En el siglo XIX, con los imperios de la Edad Moderna, se instauró una forma de conocer a esos cuerpos «otros», de objetualizarlos. Desde una ciencia social positiva se aprehendieron esquemas de clasificación funcionales para la empresa imperialista. Los argumentos para constituir lo «negro» acogieron nociones que se pretendían científicas sobre su biología y reforzaron estructuras mentales sobre la esclavitud por naturaleza, así como la necesidad de una tutela «intelectual y moral» de Europa. El cuerpo, vendido e intercambiado en el llamado «triángulo negrero», permitió una forma de entender la biología desde el capitalismo. La fuerza de trabajo que se explotaba para favorecer ciertos intereses, sin más justificación que el derecho natural, como quien toma de la naturaleza productos que por su derecho natural y divino «le pertenecen». En ese sentido, esta noción, que era conveniente para el funcionamiento de Europa, veía África como una mina de cuerpos.
Un cuestionamiento a esta objetivación de los cuerpos colonizados, cuyos artefactos aparecen en los museos occidentales producto del saqueo y el expolio, está presente en la obra Cuerpos Vítreos (2019) de Errol Francis, artista jamaiquino que reside en Londres, y que consiste en un díptico fotográfico que muestran al artista y a la profesora Victoria Tischler dentro de una vitrina victoriana del Museo Pitt Rivers. Ellos aparecen acompañados de unos objetos cargados de simbolismos: un prototipo del fusil Enfield Pattern de 1853 que fue modernizado por Augustus Pitt Rivers y que fue empleado en los conflictos coloniales; el fruto de la Artocarpus altilis, planta nativa del Pacífico Sur, que fue utilizada como experimento botánico para trasplantar al Caribe cultivos ricos en proteínas para alimentar a esclavos; y la Biblia de Ginebra de 1560, que hace referencia al reclamo de la promesa divina de la tierra y que se vinculó con un mandato divino asumido por parte de los colonizadores europeos de exterminar a los pueblos indígenas. Más allá de las múltiples interpretaciones que esta obra permite, cabe anotar el enfoque crítico sobre lo que el museo oculta mientras exhibe.