4.4. El patrimonio nacional como régimen de posesión
México es un país con una fuerte hegemonía sobre el patrimonio, lo que se traduce en una legislación e institucionalidad de control y supervisión, como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y sus treinta y un centros regionales. Históricamente, este país ha logrado con éxito casos de repatriación internacional muy importantes y mantiene abiertas otras causas, como la reclamación del penacho de Moctezuma, que se encuentra actualmente en el Museo de Etnología de Viena en Austria.
Sin embargo, nos enfocaremos en la relación del Estado mexicano con las comunidades locales y las disputas internas por la posesión del patrimonio. Así, el traslado del monolito de Tláloc desde Coatlinchán al Museo Nacional de Antropología en la ciudad de México, en 1964, es paradigmático para analizar las tensiones entre lo nacional y lo local, en el escenario de creación de los museos modernos. Es necesario mencionar que, en el proyecto de identidad nacional mexicana, la arqueología y el museo han operado como tecnologías del Estado, al servicio de intereses centralistas, nacionalistas y políticos (Pazos, 1998, pág. 41).
En los años sesenta, el Museo Nacional de Antropología se propuso lograr una colección representativa y variada. Para ello, adquirió piezas a coleccionistas y diseñó proyectos de excavación en distintas localidades. Uno de los objetos identificado como relevante fue un monolito atribuido a la deidad del agua Tláloc, que actualmente se encuentra en las afueras del museo, sobre el Paseo de la Reforma. El monolito se encontraba en el pueblo de San Miguel Coatlinchán, en el municipio de Texcoco. La antropóloga mexicana Sandra Rozental, que ha investigado este caso con detalle, narra la forma violenta en la que fue retirado:
«En febrero [de 1964], el día que llegaron los ingenieros a llevarse el monolito como estaba planeado en la ruta crítica de la obra, los habitantes de Coatlinchán se rebelaron, poncharon las llantas de la plataforma, lanzaron piedras a sus parabrisas y vertieron tierra en su tanque de gasolina. También destruyeron la estructura que los ingenieros habían tardado meses en construir y que sostenía la piedra como si fuera una hamaca para que la plataforma pasara por debajo y se la llevara; aflojaron los cables y el monolito cayó de nuevo al piso. Tras el motín y con el reloj corriendo para la inauguración del museo en el marco de otro aniversario del 16 de septiembre, el Estado optó por mandar un contingente de cadetes para resguardar el paraje mientras se volvía a hacer la obra sin que los habitantes se acercaran, y para instituir toque de queda en el pueblo. Finalmente, la mañana del 16 de abril, bajo la guardia de más de 100 soldados armados, el monolito salió de Coatlinchán cuyos habitantes, trepados en las azoteas, miraban silenciosos y tristes la salida de su piedra que iniciaba el largo y lento trayecto hasta Chapultepec.»
En la ciudad se celebró la llegada al museo y se valoró como una proeza de ingeniería que fue recogida en los medios. Sin embargo, en Coatlinchán los habitantes consideran este traslado como un robo que pasó por encima de los usos y las costumbres locales. A cambio del monolito, las autoridades locales demandaron al Estado la construcción de una escuela, una carretera, un centro de salud y dos pozos de agua. El cumplimiento de estas obras fue parcial, ya que se pidió a la propia comunidad la donación de terrenos y materiales de construcción. En este sentido, la idea de modernización tenía implicaciones diferentes para el Estado, como centralización, control y exhibición del patrimonio cultural; y para las comunidades, como infraestructura que contribuiría a la movilidad social, al crecimiento económico y al bienestar (Rozental, 2017, pág. 246). Así, en el contexto mexicano, el patrimonio cultural revela una paradoja sobre la propiedad en la que el Estado se apropia de los bienes de una comunidad para extenderlo a los demás ciudadanos:
«Tanto como un cuerpo de leyes y un conjunto de prácticas que reclaman ciertos objetos, sitios y sustancias como propiedad pública y herencia “cultural” colectiva de todos los mexicanos y, al mismo tiempo, como propiedad exclusiva del Estado mexicano que, en consecuencia, puede despojar a comunidades específicas y acordonar sitios de los contextos locales a favor de la nación.»
En estos contextos latinoamericanos, el discurso de lo nacional se impone a las poblaciones indígenas. Así, en el ámbito cultural mexicano, el Estado ha configurado instituciones hegemónicas que, en su afán de capitalizar la historia prehispánica como génesis de la nación, se atribuyen los usos legítimos de los objetos categorizados como patrimoniales. Esto provoca que, en casos como el de Coatlinchán, sea impensable la restitución a las comunidades de origen. De modo alternativo, las formas de conectarse con ese pasado se han dado mediante apropiaciones y reinterpretaciones que, en réplicas y usos cotidianos, evidencian una importancia cultural y social. Por ejemplo, en mayo de 2007 se desveló una réplica, en concreto del monolito de Tláloc en la plaza principal de la comunidad de Coatlinchán, donde se realizan ceremonias y actos colectivos que mantienen viva la relación con el pasado.