La campaña contra el entusiasmo empezó a impregnar el universo estético. Pero con el tiempo se olvidó un detalle importante: los intelectuales antientusiastas no eran adalides de la razón atea, sino que estaban condicionados por el temor de Dios. Recordemos que su lucha fue la culminación de la guerra contra las diversas formas de paganismo que aún campaban a sus anchas en Europa. La razón les serviría para unificar sus criterios y argumentos y cubrirlos con un manto de laicismo, pero, como concluyen Daston y Park, el rechazo de la cultura y la estética de lo maravilloso tenía más que ver con cuestiones metafísicas y de clase que con el espíritu científico. Simon During lo resume mejor que nadie cuando define a este grupo en tres palabras: «intelectuales religiosos ortodoxos».
Las maravillas y los milagros todavía se consideraban posibles, pero no deseables. Sobre esta firme base se produjo el hermanamiento de las reformas: la Reforma (protestante) y la Contrarreforma (católica). Como dice Ioan P. Culianu, solo hubo una reforma: la del imaginario. Jean Delumeau también concluye que las dos reformas se unieron contra lo que él llama «blasfemia». Nunca se pudo sentir tanto el peso de la «policía cristiana», dice el historiador, como durante las dos reformas. Los blasfemos –que incluían desde turcos hasta brujas, pasando por judíos errantes, aldeanos del Valle del Friuli, o gitanos– eran considerados una amenaza para el futuro orden de las naciones europeas. Lo que comenzó como una variedad de reformas religiosas se convirtió en un único proyecto de sociedad, que Delumeau define, «à la Foucault», como un proyecto de «normalización vigilante».
Es más o menos en este contexto en el que podemos empezar a abordar los problemas que persisten hoy en día. Tras siglos de campaña para desacreditar el pensamiento mágico, es fácil que los intelectuales contemporáneos –herederos de los que se aliaron para luchar contra la «imaginación patológica»– acaben tirando piedras contra esta tradición incluso cuando tratan de «rescatarla» o rendirle homenaje. Daston y Park hablan de «contra-ilustrados melancólicos», un grupo de intelectuales que han contribuido a una visión idealizada y distorsionada de un pasado «encantado» pero infantil, que se define por ser el contrapunto de un presente «desencantado» pero a fin de cuentas adulto. La contrailustración, dicen Daston y Park, tan solo sirve para reforzar la dicotomía entre magia y razón. Todo lo que quedaba en el anverso de la Ilustración está ahora metido en un cajón de sastre que no es más que el negativo fotográfico de la Ilustración: una miscelánea formada por lo siniestro, lo folclórico, lo grotesco, lo esotérico, lo étnico y un confuso etcétera de «monstruos» de la razón.
La fantasía, sin el marco de las tradiciones y epistemes que le daban forma, se derrumbó en una pulpa informe. Informe, pero debidamente iluminada por el reflector de la razón, que la hacía aún más extraña, porque, como dice Mario Perniola, cuanto más violenta sea la luz, más densa será la sombra proyectada. La sombra desaparece cuando se expone a la luz, es decir, se resiste a la institucionalización. Por otro lado, la sombra no mantiene una relación de antagonismo con el establishment, no lucha abiertamente con la luz, ni cae en la trampa de buscar la conciliación entre los opuestos. En la obra de Perniola, la sombra se presenta como la guardiana de un cierto tipo de conocimiento que requiere una comprensión más compleja, que va más allá de los falsos dilemas. La sombra de Perniola tiene mucho que ver con el lugar que ocupa el pensamiento mágico en Occidente.
«La sombra no se coloca como adversaria, sino, si acaso, como guardiana de un conocimiento y un sentimiento que sólo ella puede alcanzar, para desaparecer cuando la luz plena quiera apropiársela. Implica una experiencia más profunda del conflicto que la que pueden lograr las instituciones y la comunicación […]. Por eso no está de acuerdo con la idealización del conflicto y la victoria implícita en la dialéctica. Para la sombra, ganar es imposible y pensar en ganar es ingenuo.»
Los retos de mostrar lo que no se puede ver (o sí, pero no siempre y no de cualquier manera) son variados, como advierte Julia Coelho en su trabajo sobre O que é visível, o que é invisível, o que pode ser visto e o que não pode ser visto. En este ensayo, Coelho presenta varios ejemplos de (in)visibilidad variable en paralelo a la piedra «otá» («un elemento primordial en la vida del filho de santo»). La otá es, en las religiones afrobrasileñas, la morada del santo: «una piedra poderosa que, desde el momento de su consagración, debe permanecer en el «igbá» –altar sagrado–, guardada dentro de un recipiente cubierto para que nadie pueda verla. Pero ¿qué ocurre cuando se expone una «otá»? A partir de esta pregunta, Coelho se pregunta cómo mostrar lo que no se puede mostrar (o si se debe mostrar). A partir de la reflexión de Coelho, podríamos preguntarnos qué es más importante en la operación artística: velar o revelar.
Este es uno de los grandes retos a los que se enfrentan los comisarios e investigadores contemporáneos en general, pero la dificultad se multiplica cuando se trata de «arrojar luz» sobre las asociaciones entre arte y magia, ya que entonces nos enfrentamos al desafío de hacer perceptible aquello que apenas vemos, tanto por su naturaleza «sombría» como por encontrarse en ese punto ciego. La herencia intelectual occidental es en este sentido un muy mal punto de partida, pues el investigador puede haber naturalizado una serie de prejuicios sobre los que o bien nunca ha reflexionado o bien le resulta imposible pensar. Por ejemplo, existe el peligro de que el investigador sea un heredero inconsciente del predicado antientusiasta que asume las prácticas mágicas como prácticas «ordinarias». Y si nuestro investigador logra trascender su perspectiva sesgada, siempre quedará la de sus colegas, que pueden acusarle de caer en una conducta académicamente deshonrosa. Para validar su «intelectualidad», nuestro investigador tendrá que invertir un tiempo valioso en defenderse de estos ataques, y será precisamente al protegerse cuando terminará arrojando una excesiva luz donde antes había sombras repletas de misteriosos y placenteros sucesos.
A continuación, ilustraremos algunos de estos peligros mediante exposiciones realizadas en los últimos diez años. Las exposiciones que nos interesan pretenden rescatar tal o cual aspecto de lo mágico en el arte contemporáneo, pero suelen traer consigo algún prejuicio que se hace evidente en la articulación del discurso curatorial. En el presente texto, solo citaremos algunos ejemplos que consideramos representativos de comportamientos recurrentes. No pretendemos aquí abarcar críticamente los proyectos expositivos en su totalidad. Nuestro interés radica más bien en analizar la duplicidad que revela el discurso; una duplicidad que no tiene que ver con la negligencia de un comisario concreto, sino con una herencia cultural. Absolutamente utilitario, nuestro objetivo es trazar un recorrido por una serie de prejuicios que son sintomáticos, a su vez, de la caída en desgracia de la tradición mágica occidental.