«La bienal debe ser un sueño y una mentira.»
Hubo una época –no muy lejana– en la que el mundo del arte articulaba sus políticas internacionales de manera disimulada pretendiendo una ambigüedad estratégica que siempre lo mantenía en un fino equilibrio entre la polémica y la aceptación popular. Como sana bienal del siglo XXI, desde un principio BIENALSUR hizo explícita la razón de su existencia: utilizar un mecanismo político tradicional en la institucionalización e internacionalización del arte para contraponerse a los discursos hegemónicos contemporáneos; y llevar el foco al sur, con el fin de recolocar el arte contemporáneo sudamericano en la escena internacional y dar espacio a diferentes discursos que han quedado marginados en un sistema del arte mayormente eurocentrista (Jozami, 2015). Este modelo –en líneas generales– no es una sorpresa, ya que en el año 2015, la «bienalización» del arte ya estaba en auge, junto a ella su teorización y, por ende, la difusión del estudio de las capacidades políticas de las bienales y sus diferentes modus operandi.
La reproducción sistemática de este modelo pone en evidencia la relevancia e influencia del que fuera su origen, la Bienal de Venecia. Esta primera bienal de arte de la historia fue inaugurada en 1895 y, desde ese momento, su crecimiento se vio acompañado de una mayor repercusión e integración internacional hasta volverse uno de los mecanismos más influyentes del arte a nivel global. Probablemente la proliferación de nuevas bienales sea el máximo punto de difusión de este modelo. Su primera réplica nace, también al sur, en São Paulo, en 1951, organizada por el Museo de Arte Moderna, bajo la órbita de un proceso político de modernización del país que tenía cabida en tiempos de posguerra y que sucedería en medio de un progresivo crecimiento económico. En este contexto –y hecho explícito, en palabras del director en el texto introductorio del catálogo de la primera Bienal de São Paulo– buscaba replicar el modelo de Venecia para internacionalizar el arte moderno brasilero y así posicionar a la ciudad de São Paulo en el centro del panorama artístico internacional (Gomes Machado, 1951). La apuesta se redobló en la siguiente edición (1953) al exhibir el Guernica de Picasso por primera y última vez en Latinoamérica. Fue una colaboración con el MoMa para la celebración de los cuatrocientos años de la ciudad de São Paulo y fue una de las bienales más concurridas de la historia. En 2021, esta bienal cumple su 70 aniversario y aún se posiciona como una de las más influyentes del mundo junto a la Bienal de Venecia y la Documenta de Kassel, así como también una de las más grandes exhibiciones de arte latinoamericano contemporáneo.
Estambul, Liverpool, Gwangju, Shanghai, La Habana, Yokohama, Busan y cientos de otras bienales nuevas han surgido en los últimos años. Su número ha crecido exponencialmente desde diferentes sitios y, si bien desde el norte muchas veces esto fue asociado al mercado del arte y a su «glamourización» con fines económicos y turísticos, son cada vez más las bienales que surgen desde espacios que no se han sentido representados en la idea de «transnacionalidad» propuesta tradicionalmente por Venecia.
Se podría entender como una globalización del mundo del arte y pensar en una ampliación del centro hegemónico; o también se podría dejar de lado una idea utópica y absoluta de globalidad y observar estos procesos emancipatorios como engranajes de descentralización del arte. Al final, si bien es verdad que una bienal tiene el poder de articular discursos locales y transnacionales, también tiene la capacidad de hegemonizarlos.