3.1. «El reparto del pastel»
La historia triunfante de la modernidad europea fue orientada al principio por la autoridad científica de la antropología, la historia, el derecho y la política imperialista. En efecto, los imperios no reconocieron abierta ni formalmente haber cometido crímenes pese a que, a principios del siglo XX, se denunciaron en los propios imperios e incluso en otras naciones como Estados Unidos, por ejemplo. En la actualidad, esto ha cambiado poco en la práctica y, siendo el museo un espacio del saber autorizado sobre la historia de los imperios y sus colonias, resulta paradójico que logre mirarse a sí mismo.
Las formas de concebir y aprehender la experiencia histórica africana en Europa durante el siglo XIX y la primera mitad del XX servían para justificar la invasión y colonización, así como para aplacar las reacciones y rebeliones de las poblaciones africanas. Algunas poblaciones incorporaron estructuras e instituciones sociales europeas, pero no eran prácticas reconocidas ni validadas porque se oponían a los intereses comerciales de los imperios y capitales privados. La nación, la organización social y la abolición de la esclavitud se implementaron con resultados variados. Así, gran parte de las naciones africanas se erigió solo desde mediados del siglo XX. Para ello, recorrieron un tortuoso camino de construcción de instituciones mínimas y precarias bajo tutela directa o indirecta de la mirada europea.
Sin embargo, esta deslegitimación desde los imperios europeos acoge una mentalidad supremacista que se encuentra enmarcada en una historia de larga duración. El supremacismo es una justificación del esclavismo y la imposición del modo de producción capitalista. La primera fase del comercio de esclavos de África se enmarca en el periodo que va desde la invasión y colonización de América en el siglo XVI hasta el surgimiento de los primeros Estados nación modernos a principios del siglo XIX. África está ligada a la historia americana y particularmente caribeña porque estos espacios fueron el destino principal de su población esclavizada. La economía de plantación dependía de esta mano de obra, por lo que se constituyó el denominado «triángulo negrero». De hecho, se estima, de manera conservadora, que fueron transportados a América alrededor de unos doce millones de esclavos en este periodo.
No obstante, este periodo esclavista entre los siglos XVI y XVIII estuvo marcado geográfica y logísticamente. Los comerciantes de esclavos estaban limitados a las costas africanas, tanto por ciertas restricciones de las propias poblaciones africanas que se encargaban de suministrar los esclavos como por las duras condiciones naturales. Sin embargo, en el transcurso del siglo XIX, mientras decaía el comercio de esclavos, en contraste, se despertó el afán por las materias primas y la penetración de empresas explotadoras en territorios que antes habían sido poco explorados y conocidos por los europeos. Este fue un cambio que marcó la historia «moderna» de África porque implicó una acelerada y violenta invasión de las sociedades que no se allanaban a las condiciones que les imponían los imperios.
La Conferencia de Berlín de 1884-1885 delineó en papel el reparto de África que se habría efectuado en la práctica algunos años antes. Es posible rastrear presiones de las grandes potencias europeas sobre algunas regiones africanas desde la década de 1870. Por ejemplo, Francia impuso un «residente general» en Túnez que tutelaba las acciones políticas del Gobierno para favorecer a operadores comerciales y explotadores privados. Por su lado, un grupo de acreedores europeos (particularmente británicos) en Egipto abrió la puerta a la presión financiera y la posterior presencia militar del Imperio británico en 1882. Los británicos se extendieron por Nigeria, Sudán, Uganda, Sierra Leona, Ghana y Gambia, entre otros territorios. Durante la historia colonial alemana (1884-1918), el canciller Otto von Bismarck extendió el Imperio en lo que ahora es Camerún, Togo, Tanzania, Namibia y Kenia. Se le atribuye al Imperio alemán el primer genocidio del siglo XX en la Batalla de Waterberg en 1904. Por su parte, en el Congo Belga asignado en la Conferencia de Berlín, como un dominio personal del rey Leopoldo II, se caracterizó por el trato brutal hacia los esclavos para la extracción del caucho. Aunque hubo grupos y comunidades que resistieron, estas fueron arrasadas, lo que hizo infructuoso todo intento pacífico de estructuración de las sociedades africanas.
En suma, la invasión europea del último cuarto del siglo XIX habría significado un nuevo panorama de expansión en África que se intensificaba de manera progresiva por la introducción de nuevas tecnologías para la guerra y transporte y, principalmente, la implementación de métodos violentos de control de las poblaciones. Esto creó un escenario en el que la competencia y a la vez la colaboración entre los Estados europeos y los capitales privados habrían logrado construir un horizonte de explotación mediante el uso sistemático de la fuerza, el expolio material e inmaterial y el borrado del pasado.
Dos casos emblemáticos muy recientes nos ayudan a dimensionar la problemática actual: por un lado, el caso de los bronces de Benín, cuya posible restitución aún se encuentra en proceso de disputa, lo que exige a diversos individuos y colectivos discutir sobre cómo y qué exigirían al Museo Británico y diversos museos europeos que poseen innumerable cantidad de piezas producto del expolio violento de finales del siglo XIX y comienzos del XX; y, por otro lado, el proceso de restitución por parte del Museo Linden de Stuttgart de dos piezas emblemáticas de la comunidad herero (Namibia): nos referimos a una Biblia y un látigo que pertenecieron a Henrik Witbooi, hoy considerado héroe nacional. Además, presentaremos un proyecto de arte contemporáneo basado en el caso de Nefertiti que propone una mirada crítica a los regresos, más allá de los procesos burocráticos.