Los eventos iconoclastas –como las protestas antirracistas de los últimos años– aparecen ligados entre sí por un contexto global y globalizado de cuyas estructuras socioculturales han podido surgir nuevas solidaridades en lo que estas representan para toda conciencia y acción antirracista. Ante los monumentos atacados podemos celebrar que una serie de principios, el antifascista, el antirracista y el anticolonial, hayan confluido reuniendo tanto a los sujetos que están racializados, colonizados, como a los que, desde su ser «blanco» –sin buscar la neutralidad o la transparencia–, suman fuerzas a este movimiento de liberación y reparación. Podemos entonces reconocer que estamos en un tipo de guerra, una guerra de simbologías y de valores, y que el gesto en sí mismo, al igual que el resto de las estrategias militares, es violento, radical, a la vez que necesario. Como dijo el sociólogo e historiador Sean Ledwith: «Estas conversaciones sobre el racismo y el legado del imperio solo están sucediendo porque valientes manifestantes de todos los colores decidieron tomar las calles después del asesinato de George Floyd». A la vez, cualquiera que haya experimentado la sensación de angustia ante los recientes ataques a tumbas judías con grafitis de esvásticas en París y Londres, o ante las pintadas en puertas de sinagogas y tiendas (algunas en Cataluña, consideradas por el fascismo español como «nido de judíos»), o cualquiera que haya sentido vulnerabilidad al ver la tumba de Marx y su monumento pintado con acusaciones de «incitador al odio» o «mass murderer» en el cementerio de Highgate en Londres, deberá reconocer que lo que está en juego no es algo liviano.
Precisamente en el espacio urbano, porque no nos situamos de una forma neutral ante la destrucción de estos símbolos y personajes que significan «racismo» o «fascismo» (en el caso concreto español), debería partirse de la comprensión y sincronización de las variantes interpretativas que se generan en estos eventos globales e históricos. Para ello, citaremos varias fuentes y referencias a los trabajos o declaraciones sobre «iconoclasmo», algunas pos-George Floyd y otras algo anteriores, como la exposición Iconoclash comisariada por Bruno Latour en 2015. Se conocen múltiples ejemplos de esta larga historia de situaciones y eventos en el tiempo, en la que los paradigmas cambian y se revuelven contra lo que se consideran símbolos opresores de creencias, políticas o religiones. Unos pueden agruparse en los ataques al rostro en los llamados defacing, donde se eliminan ojos, nariz y boca, o bien se imponen signos como el de la cruz de los primeros cristianos; otros suceden alrededor de figuras personificadas en estatuas, objetos de culto como altares y sus iconos religiosos, sin olvidar las impresionantes quemas de libros, con sus hogueras y su aura de ritual purificador. Las decapitaciones sistemáticas de orquídeas (por simbolizar el órgano sexual masculino) o la performática acción de «rasgar» el cuerpo desnudo de la Venus de Velázquez en la National Gallery, en pleno fervor de las sufragistas, son otros ejemplos memorables. Las hogueras para quemar discos, como durante la furia norteamericana contra Los Beatles, serían otro ejemplo. Un caso más reciente es el de las hogueras con libros de Harry Potter contra su autora. En cada caso y aspecto político de cada acción, nos situamos inmediata e inevitablemente ante un elemento que debemos considerar: el eje de la temporalidad, lo que llamamos la línea de tiempo y del devenir histórico, que suele ser editado, afectado por innumerables borraduras-interpretaciones del pasado que, situándose por secuencias o segmentos, siempre apoyan unos consensos y obliteran otros.
Como define el antropólogo Michael Taussig, en su estudio sobre lo negativo y lo secreto:
«Tómese uno de mis puntos iniciales de asombro: que en lugar de ofender lo que ya es sagrado (estatuas, dinero, cadáver, bandera, moco del libertador), estos actos de profanación parecen crear santidad, aunque de una variedad especial. Añádase a esta observación mi idea de que esto se logra a través de un “drama de revelación” que, como el acto de desenmascarar, equivale a un descubrimiento transgresor de un “secreto familiar”. Piénsese en la afirmación de Robert Musil de que lo más sorprendente de los monumentos es su falta de fuerza. De hecho, son invisibles: “Como una gota de agua sobre un hule”, escribió, “la atención los recorre sin detenerse en ellos ni por un momento”. Para él, la característica más llamativa de los monumentos es que uno no los nota. “No hay nada en el mundo tan invisible como los monumentos. Sin duda, han sido erigidos para ser vistos, incluso para llamar la atención; sin embargo, al mismo tiempo, algo los ha impregnado contra la atención”. Marina Warner continúa señalando, con referencia a esta observación y su relevancia para la estatua La ley en la Place du Palais Bourbon en París, que, si esta fuera removida, “su ausencia se sentiría agudamente”.»
Una pregunta que será reconocida como clave de nuestra temporalidad tendrá que ver con la dirección que tomen nuestra interpretación y nuestra ética sobre la energía del iconoclasta como «máquina de guerra» (Deleuze y Guattari) que busca destruir su objetivo. Ante esto, podríamos plantearnos si es posible (sin abandonar la identificación con unas causas que consideramos justas y necesarias) reconocer el elemento dialéctico y paradójico en el que el acto agresivo y de guerra iconoclasta nos sitúa, mostrándonos, como en el reflejo de un espejo, los dobles de los propios gestos para significar lo opuesto. En cualquier caso, al igual que cada disciplina establece sus parámetros y paradigmas, en la mirada subalterna, en la intención de deconstruir –tal y como una de sus más influyentes teóricas, Spivak, apunta–, es muy importante no producirnos o re-producirnos como sujetos transparentes.
A la vez, durante el trabajo de este estudio, nos mantendremos conscientes de lo que parece sucedernos por defecto, en tanto que nuestras actividades se coordinan dentro del mundo del arte y de la cultura como sujetos que acabamos significando aquello mismo que juzgamos sobre temáticas revisadas desde su propio centro. Lo que señala Spivak justamente sobre el efecto cuasi hipnótico que poseen las palabras en sí mismas, y sobre cómo es posible acabar reforzando (cosificando) siempre lo que se critica. Por esta razón, la pregunta «¿Puede el subalterno hablar?», en realidad, nos confronta con el efecto de circuito cerrado que se genera en estos casos, y con cómo el subalterno no llega a ser «comprendido», por lo tanto, escuchado. Spivak analiza lo que sucede con la palabra poder y del poder de esa aura que la propia palabra genera. Como dice Spivak, este es el proceso por el que desde el centro se refuerzan los discursos (o corren el riesgo de reforzarse), dado que se articulan desde el canon de la Academia o, en este caso, desde el contexto del mundo del arte.
Enzo Traverso (2020) escribe en la revista Jacobin una serie de meditaciones sobre lo positivo de estas erupciones espontáneas de energía, y sostiene sus argumentos con el idealismo casi futurista de ver «lo justo» en los actos a la vez que no olvida lo complejo de la energía que los promueve. Para ello, nos habla de los protestantes y de los anarquistas españoles arrasando iglesias e iconos religiosos y de la hipocresía de políticos y periodistas al levantar el grito al cielo sobre los hechos de los últimos años:
«De hecho, es interesante observar que la mayoría de los líderes políticos, intelectuales y periodistas indignados por la actual ola de “vandalismo” nunca expresaron una indignación similar por los repetidos episodios de violencia policial, racismo, injusticia y desigualdad sistémica contra los cuales se manifiesta la protesta. A la vez, muchos de ellos habían elogiado un diluvio iconoclasta diferente hace treinta años, cuando las estatuas de Marx, Engels y Lenin fueron derribadas en Europa Central. Si bien la perspectiva imaginada de vivir entre este tipo de monumentos les resulta intolerable y sofocante, están bastante orgullosos de las estatuas de generales confederados, traficantes de esclavos, reyes genocidas, arquitectos legales de la supremacía blanca y propagandistas del colonialismo fascista que constituyen el legado patrimonial de sociedades occidentales. Como insisten: “no borraremos ningún rastro ni figura alguna de nuestra historia”».
Lo que expone Traverso en su artículo es que es muy posible que ciertos significantes en ciertos actos iconoclastas nos produzcan horror, a la vez que celebremos los que nos motivan, y que tendamos a dejar al margen la cuestión que algunos prefieren preguntarse ante los actos iconoclastas, es decir: ¿qué supone esta violencia? Dada la variedad de posibilidades y de razones para estas acciones, si alguna cualidad común tienen todas estas es que constituyen una práctica general que aparece en diversos tiempos, ocasiones y lugares, en varias culturas y creencias. Por último, para ejemplificar la compleja dialéctica en la que se basan las iconoclastias articuladas desde la institución del arte, y considerando el arte un contexto en el que la iconoclastia es parte de su proceso –en cuanto borrado de sus etapas y práctica de sus propias tabulas rasas–, añadimos una reflexión de Darío Gamboni en su texto sobre la exposición Iconoclash, donde uno de los comisarios fue Bruno Latour:
«Una mirada más profunda se expresa en un dibujo de Goya. El hombre que sostiene una piqueta y señala el busto que acaba de romper está precariamente en equilibrio sobre una escalera con los ojos cerrados. La inscripción deja claro el significado de esta pose: “No sabe lo que está haciendo”. El dibujo alude quizás a la violencia antiparlamentaria que tuvo lugar en Madrid al regreso de Fernando VII de Francia en 1814, y Goya puede dar a entender que quienes participaron en estos hechos actuaron a ciegas y no entendieron que se estaban lastimando. Pero su uso de la iconoclasia como metáfora política es contundente, y en su complejidad y efectividad visual, el dibujo va más allá de la ocasión de su creación y plantea algunas de las preguntas centrales de nuestra exposición: ¿el arma del iconoclasta rebota y lo hace caer al suelo como su víctima? ¿No debería abrir los ojos y suspender el gesto de destrucción?.»
¿Por qué indicar otra vez esta posibilidad de ese momento en el que uno puede estar ciego o equivocado? Se trata de introducir la duda de partida para poder reflexionar sin autoengaños, sin esas disociaciones o proyecciones hacia el otro que nos distancian y nos hacen transparentes. Si estamos practicando un acto de revisión y resignificación de la estética de lo político, ante todo es preciso comprender que también debemos situarnos en el devenir geopolítico localizado que nos concierne, al menos como punto de partida, y no tender a su neutralización.
Una última cuestión pendiente para nuestra específica situación geográfica, histórica y cronológica es la de poder interseccionar sobre nuestro contexto localizado y producir material para estudios comparativos de situaciones relacionadas con monumentos hirientes, sean racistas o fascistas. Teniendo en cuenta que nuestra historia reciente implica un legado extraordinario de problemas de memoria que varían, incluso si el que escribe está situado social e históricamente en Bilbao o Barcelona, en Sevilla o en Ceuta y Melilla, podremos hacernos distintas preguntas o descubrir intersecciones con otras zonas colonizadas. Es muy interesante que el caso de las iconografías franquistas y fascistas que aún pueblan España y que están por resolver se haya incluido en el famoso Syllabus: All Monuments must Fall, consultable en la red, basado en una localización y organización internacional iconoclasta anticolonial.