2.3. Representaciones de la nación
Materializar el presente: «Velorios y santos vivos». Comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras (2008)
Hace un poco más de diez años tuve la fortuna de participar como cocuradora en un proyecto que desafió la curaduría tal como la conocía hasta el momento, porque me propuso preguntas que aún trato de resolver sobre la relación del conocimiento museal especializado con otros tipos de experticias que no pasan por la legitimación académica. La exposición se llevó a cabo en el Museo Nacional de Colombia y fue una oportunidad para generar reflexiones profundas sobre los museos nacionales por parte de quienes trabajábamos allí y las comunidades a las cuales se debe el museo, así como sobre los estereotipos, las exclusiones, la discriminación y el racismo (tanto que decidí hacer mi tesis doctoral en torno al caso de estudio de la exposición, la forma como se elaboró y cómo fue interpretada).
Quisiera concentrarme ahora en algunos aspectos curatoriales. En otras oportunidades he abordado también la relación entre los objetos y el patrimonio. La curaduría partió del principio de incluir en la sala de exposición característica de la lógica del cubo blanco una serie de objetos de la vida cotidiana que fueron «sacralizados» al ser modificado su significado por la exposición misma. Una botella de Coca-Cola o un teléfono móvil cambiaron su uso para inscribirse como elementos necesarios para llevar a cabo rituales mortuorios de diversos grupos afrodescendientes en el país.
Los objetos fueron dispuestos de acuerdo con una narrativa dividida espacialmente entre el espacio sacro y profano (durante la exposición, algunas personas de comunidades negras nos señalaron que incluso ese espacio profano entra en la dinámica de lo sacro también). Se utilizó la secuencia de los ritos que acontecen ante la muerte para organizar fotografías y objetos en torno a los roles que cumplen miembros de comunidades negras, afrodescendientes, palenqueras y raizales y los instrumentos que utilizan, así como altares que se realizan de acuerdo con la comunidad y su localización geográfica y el momento del rito. Todas las comunidades involucradas eran afrodescendientes, pero escogieron llamarse a sí mismas de distinta forma. De ahí que fuese necesario incluir estas autodenominaciones. Estas formas de identidad estaban íntimamente relacionadas con los territorios que habitaban y las historias particulares de su ocupación.
La exposición sugería una narrativa complementaria mediante la cual las relaciones de ciertas comunidades con los santos y la virgen hacían parte de un entramado complejo de cosmogonías atadas a la relación con los muertos. La exposición hizo uso de las herramientas del arte, como pedestales y fichas técnicas, para retar las nociones de lo etnográfico dentro del museo. Quisimos darle otro estatus que no fuese únicamente un ejercicio de mostrar una investigación de campo.
La curaduría fue el resultado de sumar saberes de personas en Bogotá de las comunidades representadas que se visitaron en distintas zonas del país, del saber antropológico y del museológico. El primer paso para llegar a realizarla fue el consenso sobre el tema que había que trabajar entre personas del museo y especialistas académicos que habían trabajado por décadas con comunidades afrocolombianas. El énfasis en rituales mortuorios no fue bien recibido por todas las personas afrodescendientes, ya que algunas de ellas consideraron que dicha sacralidad no tenía lugar en el museo por tratarse de un espacio institucional y ajeno. Sin embargo, para quienes participaron sí lo tuvo, porque se constituyó en una manera de dar a conocer y hacer visible la riqueza espiritual, cultural, social e incluso política de estas poblaciones. Estos desacuerdos hacen parte de las discusiones en torno a la representación, es decir, qué se representa y quién lo hace.
La selección de la temática que había que trabajar se acordó por cumplir con varias exigencias. Por una parte, permitía elaborar el concepto de huellas de africanía, trabajado por Nina S. De Friedemann y el antropólogo Jaime Arocha, quien hizo parte del equipo curatorial, mediante el cual se entiende que a pesar de los varios siglos que han pasado desde la esclavización de poblaciones africanas en América, aún persiste en rituales y prácticas una memoria anterior al secuestro.
Así mismo, se trata de rituales que no solo están en modificación por la homogenización, el mestizaje, el reemplazo de roles como producto de la «modernización», sino porque las poblaciones afrodescendientes han sido victimizadas en un porcentaje mayor al resto de la población en el conflicto armado interno de los últimos sesenta años, con la excepción de las comunidades indígenas, también victimizadas desproporcionadamente. Los actores armados (legales e ilegales) en muchas ocasiones han imposibilitado el rito a sabiendas de la importancia del mismo. Por último, el tema seleccionado permitía salirse de ciertos estereotipos, aunque al final terminó reiterando algunos relacionados con el uso de la música en las conmemoraciones mortuorias dada la dificultad que existe en la cultura occidentalizada para entender la interpretación de la música y el baile en contextos de dolor y duelo.
La selección de la temática amplia llevó a la creación de un espacio de reuniones en Bogotá, donde se discutieron subtemas y se organizaron los viajes a los territorios. Dicho trabajo de campo arrojó el orden y la disposición de objetos e instalaciones en la exposición y su posterior producción con las personas de los territorios. También definió la programación que consistió en una diversidad de presentaciones intergeneracionales de músicas tradicionales y contemporáneas, lo que dio cuenta de una multiplicidad de expresiones heterogéneas a lo largo y ancho del país.
El catálogo de la exposición incluyó la investigación realizada para la exposición y textos históricos realizados por especialistas en las regiones incluidas en la muestra, así como una reflexión personal sobre la elaboración de la exposición y sus implicaciones para el museo. Dicha reflexión luego la incorporé a mi trabajo de tesis doctoral. En ella hablaba de un «detrás de cámaras», de cómo se había llevado a cabo la investigación curatorial, las tensiones y desacuerdos propias de estos procesos y los aprendizajes para el museo sobre la necesidad de abrir espacios para trabajar en conjunto con comunidades que históricamente habían sido marginalizadas.
La exposición no pudo desarrollar un discurso histórico que hubiese sido gran aporte. Sin embargo, se trató de un proyecto que reflejó un presente en transformación, lo cual significó para el museo un reto y un aprendizaje en torno al tiempo del museo, es decir, desafiar la idea de que tanto el museo como la curaduría se desenvuelven sobre el pasado.
A pesar de los esfuerzos que aquí describo, un debate no se pudo superar, y tiene que ver con la participación de las comunidades en la exposición. Algunas personas afrodescendientes en Bogotá consideraron que el museo no había recurrido a personas que verdaderamente representaran a sus comunidades. Efectivamente se trabajó con personas sabedoras, pero que no tenían una representación política o burocrática. Este asunto de la representatividad no quedó resuelto. El otro asunto tiene que ver con los grados en que se participa. En el espectro se encuentra en un extremo la notificación, es decir, contarle a un grupo de personas que se va a hacer un proyecto sobre esa comunidad de ciertas características. En el caso de los grupos étnicos en Colombia, hay medidas que obligan al Estado a realizar consultas con dichos grupos. En el otro lado del espectro, se podría pensar que es un proyecto que se desarrolla autónomamente por un grupo, es decir, donde el museo no tiene injerencia y deja todo el proceso de toma de decisiones en manos del grupo que va a realizar la exposición o programa. En la mitad hay múltiples posibilidades de cooperación y colaboración.
No deja de ser un asunto problemático, por ejemplo, que haya pocos profesionales de la curaduría o la museología de distintas procedencias étnicas en Colombia. El campo museal tiende a la homogeneización. Este proyecto evidencia esas problemáticas, aun cuando para el proceso se pudieron vincular jóvenes afrodescendientes, esto no tuvo ninguna continuidad en el trabajo del museo. En cuanto a la curaduría, si bien se contó siempre con la participación de personas afrodescendientes a quienes consultamos, las decisiones finalmente no cayeron en sus manos.
Los retos de esta exposición temporal aún no han sido superados. El más importante tiene que ver con la incorporación de las poblaciones afrodescendientes en las narrativas del museo. El proyecto respondió a un reclamo real sobre la ausencia de los relatos, piezas, narrativas de lo afrocolombiano en el Museo Nacional de Colombia. Si bien ha habido avances significativos, las narrativas de la multiculturalidad donde se pretende una inclusión de todos los grupos sociales pueden generar una invisibilización de la diferencia o de la experiencia puntual de ciertos grupos, como las comunidades negras o afrodescendientes, frente a la de otros, como etnias indígenas. Sin embargo, un aspecto muy positivo de este trabajo se ha traducido en una exposición itinerante que ha visitado las comunidades participantes y luego muchas otras, incluyendo aquellas que no eran afrodescendientes.
El trabajo curatorial con comunidades marginalizadas debe responder a las mayores consideraciones éticas. Tal como ocurre en la práctica artística relacional, los beneficios, las voces y subjetividades de los participantes deben ser visibles y reconocidas. Parte de la transparencia curatorial es saber cuándo quitarse del camino para que otros hablen por sí mismos.