2.1. Introducción
Una de las manifestaciones espaciales claves de la modernidad va a ser la galería de arte, o cubo blanco. Es por esto por lo que la historia del arte, como sugiere Brian O’Doherty en su texto «Inside the White Cube: Notes on the Gallery Space» (inicialmente publicado en Artforum, en 1976), debería correlacionarse con la evolución y los cambios que este espacio va a ir experimentando a lo largo del tiempo. El cubo blanco –es decir, aquella habitación en la cual se anulan las ventanas, se blanquean las paredes, se pule el suelo y se proyecta la fuente luminosa desde el techo– ejemplifica el tipo de proceso de aislamiento que va a experimentar el espacio de exhibición de la obra de arte respecto al mundo exterior. Estas condiciones antisépticas que separan el cubo blanco del contexto vital van a hacer primar la estetización de las cualidades formales de la realidad en su transferencia sobre el objeto de arte. Asimismo, el tiempo queda anulado en este espacio como una cualidad necesaria más para no interferir sobre la experiencia estética de la obra de arte. O’Doherty lo expresa así:
«Sin sombra, blanco, limpio, artificial, el espacio está dedicado a la tecnología de la estética. Las obras de arte están montadas, colgadas, dispersas para su estudio. Sus superficies ásperas no están afectadas por el tiempo y sus vicisitudes. El arte existe en una especie de eternidad de exhibición y aunque hay muchas fases (tardío modernas), no hay tiempo».
Brian O’Doherty sitúa el arranque de la ideología del cubo blanco en el espacio expositivo de los salones de Paris del siglo XIX para examinar el tipo de control que ejerce dicha ideología moderna sobre la experiencia estética, es decir, el control que se ejerce sobre los espectadores ante la obra de arte, guiados por una organización del espacio y las obras aparentemente neutrales que les desautoriza para tener su propia experiencia, además del modo en el que el espacio expositivo va a ir paulatinamente limitando las manifestaciones artísticas.
Con esto, O’Doherty sitúa, por lo tanto, el arranque del cubo blanco en la tradición occidental de la pintura de caballete y en sus formas de presentación pública. Por ejemplo, la más reconocida, mediante la exhibición de obra pictórica abarrotando las paredes de los salones parisinos con lienzos enmarcados y dispuestos uno cerca del otro sin apenas dejar huecos libres entre todos ellos. Lo que esconde dicha regla o disposición de las obras, según el autor, va a ser la eliminación de toda referencia al mundo exterior. Además, las reglas internas de instalación sobre pared también están cargadas ideológicamente, por ejemplo, la organización de los lienzos, es decir, se colocan los más importantes en el medio y los menos relevantes arriba y abajo. Asimismo, el autor destaca la importancia del marco y hace evidente que cada pintura es una entidad en sí misma que se aísla por completo del cuadro siguiente, por muy cerca que ambos estén instalados. Cada cuadro es una ventana al mundo, pero sin que la galería deje entrar nada proveniente del exterior en ningún momento para controlar qué es lo que se representa y qué no desde un solo formato, es decir, desde la propia superficie del lienzo.
Resulta interesante la idea de O’Doherty de situar el arranque de la ideología del cubo blanco sobre los salones parisinos de 1860 a 1880, e incluso sobre las exposiciones que derivaron del rechazo de aquellas obras que no tenían cabida en los salones oficiales. Por ejemplo, el «Salon des Refusés», de 1863, que surgió de manera paralela al salón oficial de ese mismo año, según el mandato de Napoleón III, ante las críticas y objeciones de los propios artistas y que mostraba las obras rechazadas en el otro extremo del gran Palais de l’Industrie (Atshuler, 2008, pág. 23). Como es bien sabido, este salón se convertirá en un hito, ya que va a presentar por primera vez al gran público la obra de los pintores impresionistas. Este hecho, y su carácter disidente, lo convertirá inmediatamente en un espacio paradigmático en relación con el arranque del arte moderno y su presentación ante el gran público.
El autor toma como referencia la pintura impresionista y sus formas de ocupar el espacio expositivo que crean sobre el espectador una sensación de aislamiento frente al exterior. En esta ocasión, son las propias obras las que refuerzan la idea de la galería de arte como un espacio aséptico y aislado donde el objeto, el plano pictórico, la pureza de las formas y la autonomía de la obra se han ido conformando como mitos del propio arte moderno.
Además, O’Doherty nos hace reconocer una diferencia entre la pintura y sus formas de exponerla para preguntarse una vez más por la lógica de la evolución del cubo blanco. De hecho, no ve tanta correlación entre los avances en la obra y la manera de presentarlos al público. Sin embargo, da cuenta de algunos gestos radicales que también crearon una oposición clara a las tendencias de abstracción y aislamiento ante el mundo exterior por parte de las obras y de las dinámicas expositivas ya establecidas en los salones. Uno de estos ejemplos de vanguardia incluye a Gustave Courbet, en concreto cuando no se le permitió que sus cuadros fueran expuestos en la Exposición Universal de 1855 y el pintor instaló su propia exposición en una barraca de madera ubicada en la entrada del gran acontecimiento y colgó encima de la puerta un cartel en el que podía leerse «Le Réalisme – G Courbet».
Los motivos de las obras de Courbet dedicados a la vida cotidiana, que anteriormente habían sido tratados en pinturas de menores dimensiones y relacionados con eventos mayoritariamente triviales, eran desplegados en esta ocasión como inmensos estudios sociales sobre lienzos de dimensiones también monumentales. Su obra provocó un rechazo inmediato por parte del público más conservador y también por parte de la crítica del arte del momento, ya que fue concebida como una degradación del arte que se alejaba de la pintura proveniente de la Academia. Sin embargo, la obra de Courbet y sus temáticas también buscaban otras demandas más allá de la pintura, entre ellas, reivindicar el arte para el público medio, es decir, que dejara de ser concebido como un bien lujoso o un objeto de divertimento. Además de dichas reivindicaciones, el gesto de Courbet de crear su propio contexto expositivo fuera de la gran Exposición Universal demandaba una crítica sobre las dinámicas de legitimación y rechazo institucional propias del formato expositivo, algo que hoy en día podríamos entender como un gesto comisarial relacionado con la crítica institucional. En dicho contexto, la obra de Courbet y su forma de ser instalada transmitía el mismo mensaje.
Este gesto de oposición al espacio expositivo institucionalizado desde el «afuera» se impondrá, como veremos a lo largo del tema, como una tendencia crítica artística que irá desarrollándose a lo largo de la historia del arte. La oposición a las dinámicas expositivas imperantes desde la propia práctica artística y, más adelante, desde la práctica curatorial, hará visible aquellas dinámicas ideológicas que sostienen los parámetros expositivos imperantes, al mismo tiempo que revitalizará el propio lenguaje artístico y lo hará avanzar a lo largo de la historia.
Otros ejemplos tempranos que hay que destacar surgen también alrededor del contexto público expositivo de los salones. En relación con la lógica de la instalación de las obras expuestas, será la exposición del «Salon des Indépendants», de 1905, la que primero incluya una instalación llevada a cabo por un artista. Dicho artista va a ser Matisse, quien será miembro del comité de montaje y quien se encargará de mostrar los trabajos de aquellos artistas (exceptuando a Braque) que más tarde se exhibirán juntos en la habitación VII del «Salón de Otoño» de ese mismo año, la denominada «jaula central», que incluirá obra de los llamados fauves (‘bestias’). Este gesto va a provenir del vicepresidente del «Salón de Otoño», Georges Desvallières, amigo de Matisse y quien decidirá concentrar las pinturas coloridas que habían sido mostradas en el «Salon des Indépendants» de ese año en una misma habitación.
En la «jaula» se mostrará la obra de Renoir, Duchamp, Picabia, Kandinsky y Cézanne. Los nombres de jaula y bestias buscaban evidenciar la fuerza y radicalidad de los nuevos lenguajes pictóricos de dichos artistas. Este gesto, una vez más, hoy en día, podría entenderse como un gesto comisarial, debido a que el agrupamiento de las obras en una sola habitación bajo la decisión de Desvallières (aunque esos mismos artistas habían expuesto juntos, pero en distintas salas, la primavera anterior en el «Salon des Indépendants» en el montaje de Matisse) ayudó a generar el reconocimiento de una tendencia estética propia (Altshuler, 1998, pág. 61).
Como O’Doherty, otros autores también, entre ellos Bruce Altshuler (en The Avant-Garde in Exhibition: New Art in the 20th Century), señalan el arranque de la modernidad como el origen donde encontrar algunos gestos radicales en torno a la instalación de obra en el contexto expositivo. Sin embargo, resulta importante tener en cuenta que la evolución del espacio expositivo (desde el salón al cubo blanco) seguirá ligado durante un largo periodo de tiempo a la pintura como formato artístico. Para ello, debemos mirar a los «años de laboratorio» del Museo de Arte Moderno de Nueva York al cargo de su director fundador Alfred Barr. De hecho, la exposición inaugural del museo, «Cézanne, Gauguin, Seurat, Van Gogh», de 1929, contribuyó también a dicho afianzamiento y, como describe la historiadora del arte Mary Anne Staniszewski:
«A la producción de un tipo particular de instalación que ha dominado las prácticas de los museos por medio del cual dicho lenguaje instalativo articula un esteticismo moderno aparentemente autónomo».
Algunos de los recursos de diseño empleados en el MoMA en dicho contexto incluyeron: cubrir las paredes con tela de color natural –lo que generaba una superficie homogénea–, instalar pinturas aproximadamente al nivel de los ojos sobre superficies de paredes neutras –siguiendo una organización instalativa asimétrica que ordenaba las obras según principios cronológicos o intelectuales– y, finalmente, agregar cartelas en la pared que servían como premisa textual para la validez estética de las obras de arte exhibidas. El método de Barr buscó la creación de un cierto tipo de «campo de visión» (un término que fue empleado anteriormente por el diseñador y escultor Herbert Bayer), pero, como sugiere Staniszewski, con la intención de habilitar instalaciones autónomas en interiores neutros que buscaban al mismo tiempo ser confrontadas con un espectador ideal, en cierta medida estandarizado, y, por consiguiente, aislarlo en dicha experiencia estética de su propio contexto histórico-social (Staniszewski, 1998, pág. 66).
Este método, contrario a otros modelos cinéticos experimentales de instalación de obra anteriores –que más tarde introduciremos más detalladamente y que directamente contrariaban la supuesta neutralidad del espacio expositivo, como fueron el «Gabinete abstracto», de El Lissitzky (1927-1928), o «Léger y Trager» (o «L y T»), diseñado por Kiesler (1924-1926)–, prevaleció como una forma de disponer obras ante un espectador que era concebido como un ser atemporal, carente de movimiento y que, al igual que la obra de arte, recibía la experiencia estética de manera autónoma y sin contacto con ningún otro contexto.
Staniszewski considera que «el método de exhibición estetizado, autónomo y aparentemente neutral de Barr creó un aparato ideológico concreto para la recepción del arte moderno en los Estados Unidos». En su opinión:
«El espectador de las instalaciones de Barr era tratado como si él o ella poseyera una soberanía ahistórica y completa de sí mismo/a, muy similar a los objetos de arte que el espectador estaba viendo».
Sin embargo, ante la evolución del cubo blanco y su evidente determinación por el aislamiento tanto de la obra como del espectador, O’Doherty en su texto nos advierte de algo trascendental para la obra de arte y sus formas instalativas. Según el autor, sin este tipo de estrategias —es decir, sin el propio confinamiento de la obra de arte dentro del espacio de la galería—, el arte habría perdido la posibilidad de su propia reactualización, se habría estancado y no habría generado los diversos posicionamientos críticos alrededor de la problemática de la imposición de su autonomía sobre el resto de esferas culturales. Esto no quiere decir que O’Doherty nos pida defender la autonomía del arte como una tendencia positiva. Por el contrario, sus apreciaciones nos llevan a asumir dicha reclamación como una fuerza que va a provocar un sinfín de posicionamientos alrededor de la obra de arte y de su relación con el contexto social en el cual se inscribe o del cual surge. Dichos posicionamientos generan la posibilidad de pensar el espacio expositivo de manera crítica y, por consiguiente, la entidad autónoma de la obra de arte. Los debates y las prácticas artísticas que surgen como respuesta crítica al cubo blanco a partir de la década de los sesenta, y que continúan hasta nuestros días, ejercitan un tipo de lucha que trata de romper con la supuesta neutralidad del espacio expositivo que preserva la autonomía de la obra de arte. Este tipo de prácticas críticas supone una ruptura con el modelo de ideología burguesa implícita en la forma neutra que adquiere de manera original el espacio de la galería. Sin embargo, sus cualidades (la blancura y el silencio) tratan de borrar una y otra vez la evolución de dicha lucha.