5.3. Nueva institucionalidad
Crítica institucional
Movimiento artístico que surge a finales de la década de los sesenta de la mano de artistas como Daniel Buren o Hans Haacke y en el que el cuestionamiento de las condiciones físicas, así como de las estructuras socioeconómicas en las que se basan los museos e instituciones artísticas, constituye el objeto de las obras.
A.C.A.D.E.M.Y., proyecto organizado dentro del Van Abbemuseum de Eindhoven, vendría a visualizar cómo el giro pedagógico es una de las vías de transformación de las instituciones museísticas a partir de los 2000. Esta revisión del papel de lo educativo, y la aceptación del mensaje social que lo acompaña, está inevitablemente asociada a un análisis crítico hacia el modo de proceder de las instituciones artísticas y a la voluntad por parte de algunas organizaciones de reconsiderar cuál es su función dentro de la sociedad. Por lo tanto, podríamos decir que la influencia de lo pedagógico está acompañada por una actualización de la crítica institucional que pasa ahora a ponerse en práctica por parte de las propias instituciones y que conocemos con el término de nuevo institucionalismo. Como explican las comisarias Nora Sterneld y Luisa Ziaja:
«[…] teniendo en cuenta que la canonización histórica del arte de la crítica institucional contradice sus intenciones iniciales, los enfoques recientes intentan actualizar la crítica institucional como una herramienta analítica, como un método de autorreflexión y como práctica instituyente que apunta al cambio social».
El término new institutionalism (o ‘nueva institucionalidad’) fue acuñado por el crítico y comisario noruego Jonas Ekeberg, en 2003, para referirse a los esfuerzos de un pequeño número de instituciones artísticas internacionales para acometer una redefinición radical de sus organizaciones:
«Estas instituciones finalmente parecían estar listas para abandonar no solo el limitado discurso acerca de la obra de arte como mero objeto, sino también todo el marco institucional que lo acompañaba, un marco que el campo «extendido» del arte contemporáneo simplemente había heredado del alto modernismo, junto con su cubo blanco, la actitud paternalista de comisarios y directores, su vínculo con cierta audiencia (privilegiada) y así sucesivamente».
La nueva institucionalidad, por tanto, describe una serie de prácticas curatoriales, educativas y administrativas que pretenden reorganizar las estructuras y formas de hacer de museos y centros de arte contemporáneo de tamaño medio y habitualmente dependientes de recursos públicos. Muchas instituciones pasan a definirse ahora como foros públicos, espacios de cuidados, lugares de investigación y debate, y a aunar los principios y prácticas del centro comunitario, el laboratorio y la academia. En todos estos ejemplos, el nexo común es la nueva concepción de los públicos, que dejan de ser percibidos como usuarios desconocidos y pasan a entenderse como un colectivo de sujetos variados que intervienen en la vida de la institución y la definen a partir de sus propios intereses y necesidades.
Como parte significativa de esta nueva institucionalidad autocrítica y cercana a las cuestiones y problemáticas sociales, aparece la figura del socially engaged curator (podría traducirse como ‘comisaria de participación social’). Se trataría de comisarias especialmente dedicadas a garantizar la participación activa de la sociedad civil dentro de los museos y centros de arte mediante proyectos especialmente concebidos para tal fin. Este tipo de comisariado cercano a las sensibilidades sociales se distingue por un acercamiento a la producción, distribución y consumo del arte que prioriza los procesos frente a los resultados; procesos que se caracterizan por su carácter colaborativo, contextual y por el acercamiento a distintas comunidades, ya sea un grupo vecinal o un colectivo de personas en situación de vulnerabilidad. Además, estas prácticas curatoriales socialmente comprometidas ocurren muchas veces fuera del espacio físico de las instituciones, y su existencia contribuye a reconceptualizar el museo como un espacio expandido y muy alejado del modelo de templo del conocimiento experto.
Aunque cercano en sus planteamientos y en sus dificultades a la práctica artística socialmente comprometida, la diferencia reside en que estas comisarias han de lidiar con las estructuras administrativas y las expectativas institucionales, así como con cuestiones prácticas y problemas éticos derivados de su posición de relativo poder como iniciadoras u organizadoras del proyecto. Algunas de las complejas preguntas que estas iniciativas y sus promotoras han de plantearse incluyen:
- ¿Quién es el autor de un proyecto participativo?, ¿el artista, el grupo de colaboradores, la comisaria?
- ¿Cómo se distribuye el presupuesto? ¿Hay que pagar a todos los participantes o se trata de plantear contribuciones no remuneradas evitando así su mercantilización?
- Si el proyecto se dirige a un grupo vulnerable (refugiados, jóvenes en riesgo de exclusión social, reclusos de una cárcel), ¿cómo se evita su instrumentalización?
- ¿Qué pasa al finalizar? ¿Cómo se pueden mantener algunas de las relaciones o situaciones creadas durante el desarrollo de un proyecto?
- ¿Se puede vender un proyecto basado en la colaboración? Y, en ese caso, ¿quién obtiene las ganancias?
- ¿Para qué sirven estas iniciativas? ¿Es necesario que tengan una utilidad o retorno social cuantificable o se deben valorar con criterios no utilitarios?
Por un lado, estas cuestiones vinculadas a la concepción, mediación, producción, comunicación, distribución y evaluación de los procesos curatoriales socialmente comprometidos se resuelven de forma diversa dependiendo del tipo de organismo involucrado y de sus objetivos. Por otro, son preguntas complejas que obligan a la institución y a sus trabajadoras a implicarse y a afrontar críticas y opiniones no siempre favorables a las posibles buenas intenciones que hay detrás del proyecto.